Como lo describiera Fabricio Ojeda en su libro «La guerra del pueblo», escrito en los difíciles tiempos que marcaron la insurgencia armada en campos y ciudades de Venezuela, también podría afirmarse en el presente que «estamos en presencia de una jornada histórica que compromete a todos los venezolanos patriotas. Es la independencia y no un interés subalterno lo que está en juego; es la liberación nacional que reclama al pueblo, en toda su unidad patriótica, civil y militar, grandes y duros sacrificios, en momentos que las condiciones nacionales e internacionales son factores a su favor y contrarios al imperialismo».
Esto implica trabajar arduamente en función de una insurrección creativa en lo teórico y en lo práctico que involucre y comprometa realmente la mayor suma posible de voluntades en el esfuerzo común diario de pensar y construir un nuevo tipo de sociedad.
Dentro de este orden de ideas, quienes se adhieren a dicho esfuerzo tendrán que desprenderse, como paso inicial de su decisión, de mucho del bagaje ideológico sectario y ortodoxo que puedan exhibir, de modo que se entienda, sin equívoco alguno, que la lucha así planteada rebasa el marco de la participación electoral acostumbrada. De igual forma, se debe advertir que ésta implica confrontar y abolir la explotación capitalista, lo que conduce, ineludiblemente, a un enfrentamiento con los sectores dominantes (no sólo los representados por la derecha tradicional) y con la hegemonía imperial consuetudinaria de Estados Unidos.
Todo esto en un amplio programa de transformación estructural permanente que trascienda la visión reformista de aplicar medidas coyunturales que tiendan a disminuir -gradual o drásticamente- los índices de pobreza y fomentar una justa distribución de la riqueza nacional. A la par de ello, no se puede soslayar la búsqueda y consolidación de un verdadero proceso de integración con los pueblos de Nuestra América, en términos de respeto mutuo, antiimperialismo y complementariedad, sin que se limite a lo estrictamente económico y/o político.
En un sentido general, esto no será factible sin la conformación del poder popular de modo soberano, liberado de la tutela e influencia sectaria de los diferentes partidos políticos funcionales al Estado burgués liberal y la democracia representativa. Pero esto no se concretará con su simple enunciación. Será imprescindible también el combate descolonizador en lo ideológico-cultural, dado que muchas de las contradicciones, tensiones y fracturas que presentamos como sociedad organizada tienen su origen en el eurocentrismo; cuestión a la que pocos prestan importancia, pero que determina gran parte de las actitudes y concepciones compartidas, tanto por quienes se definen (o definimos) de derecha como de aquellos que se ubican a su izquierda.
En virtud de ello, cualquier asomo revolucionario distinto de un poder popular soberano tendrá que vérselas -inevitablemente- con la lógica imperante del capitalismo (no por capricho «izquierdista») y su derivado político, el Estado burgués liberal, legitimado, entre otras cosas, por la democracia representativa. Debe comprenderse, asimismo, que es preciso que los sectores populares -sometidos a un mismo sistema de explotación, desigualdad y exclusión- adquieran conciencia del lugar a que son relegados, lo que les permitirá superar (por cualquier medio legal o extralegal a su disposición) las difíciles condiciones materiales que les ha tocado «vivir».
Esto exige desenmascarar la realidad regida y moldeada según la ideología y los intereses de los sectores dominantes, contribuyendo a la promoción y consolidación de experiencias autonómicas propias de los sectores subordinados, lo que desembocaría en una nueva hegemonía, esta vez de carácter popular y, subsiguientemente, democrática. En el caso de aquellos que pregonan, a nombre del pueblo, la instauración de una revolución socialista o izquierdista, habría que recordárseles es una negación enorme de la democracia participativa y protagónica que los sectores populares no puedan ejercer ni construir un poder popular efectivo a través de sus diferentes organismos de autogobierno.
Al respecto, Javier Biardeau, en «Democracia socialista y socialismo burocrático», advierte que «la democratización intensiva y extensiva del poder social es el único antídoto conocido para que la revolución ininterrumpida coloque el énfasis en el proceso revolucionario instituyente u no en la forma instituida, en el fetiche instituido, impidiendo la cristalización burocrática y el devenir de la experiencia de una ´nueva revolución traicionada´». Al plantearse, por consiguiente, la cuestión del poder popular, hay que resaltar y reconocer el espíritu práctico, autónomo e independiente que ha de caracterizarlo e impulsarlo en todo momento. Tiene que ser consecuencia de una voluntad colectiva efectiva que traspase el umbral de lo meramente reivindicativo (sin dejar de ser una razón importante) y sea capaz de llevar a cabo toda su potencialidad, en lo que se vincula con su quehacer cotidiano, su concepción del mundo y las diferentes formas de resistencias culturales que han moldeado su conciencia y su estilo particular de vida.
En otras palabras, el reto histórico permanente que le corresponde asumir al poder popular soberano debe orientarse al logro de la debida expansión y el ejercicio de la democracia participativa y protagónica, creando, a su vez, redes socioproductivas diversificadas que aseguren su autogestión.-