Hay que tener desconfianza radical por la gente que no tiene autoestima. Es capaz de cualquier enormidad. Una prominente política española hizo variopintos y descarados fraudes para obtener una maestría de la Universidad Rey Juan Carlos y se queda tan ancha. En unas pruebas de corrupción aparece apuntado a mano como beneficiario de unos churupos retorcidos un tal «M. Rajoy» y Mariano Rajoy se queda tan ancho. Míralo.
La gente que no se quiere a sí misma no quiere a nadie, de ahí su peligrosidad, que puede ser catastrófica. No le importa, por ejemplo, traicionar un país y un continente enteros, como Lenin Moreno, como Rómulo Betancourt, como Juan Vicente Gómez, como Francisco de Paula Santander y no echo más cartas porque la lista no solo es dilatada y detallada sino aburrida. Mi primera reacción ante una traición es el tedio, ¡otra vez, qué ssstidio! La canalla traidora no tiene imaginación. No la tuvo ni Judas, con lo eminente que chismean que fue su alevosía. Hay quienes pican pasito y hay quienes aprovechan la ventaja de la sorpresa, pero esta táctica tiene el inconveniente de que temprano se les advierte el tejemaneje. Encima de traicionar fracasan. Hay quienes actúan con calma. ¿Por qué retardan la trastada? Tal vez les queda un residuo de vergüenza como para no bajarse el calzón de una sola vez o simplemente tienen flema, artimaña, cuestión de estilo o de pericia. Te hacen perder un tiempo lujoso discerniendo lo que traman. A veces la cachaza no te deja ver la inminencia de la jugarreta por aquello de que no se ve madurar el aguacate y cuando vienes a ver está podrido. Hay que estar pendiente de los aguacates y de cierta gente. No, no es fácil, por eso la traición es tan perniciosa.
Fíjate, por ejemplo, cómo un rufián de cuyo nombre no me da la gana de acordarme está recorriendo el mundo —sin explicar de dónde saca pa tanto como destaca— arrastrándose ante las peores potencias para que te nieguen alimentos, medicinas y tal. Y encima culpa al gobierno que está batallando por ti. Desde hace unos años me he rendido ante la evidencia de que el ser humano sí es capaz de perfección. Este innombrable la ha alcanzado porque es todo un místico de la ignominia, como para la Historia universal de la infamia, de otro Borges, Jorge Luis.