Conocemos las múltiples críticas que se le han hecho a la historia tradicional por representar fundamentalmente la historia de las élites. Como se repite, la historia la escriben quienes dominan, o por lo menos es la historia que más se conoce, la que se publica y la que se imparte en las escuelas a través de los textos oficiales. Esto no quiere decir que no hayan existido historias populares, de la insurgencia, contra la hegemónica, pero al igual que la cultura popular, se convierte en un acto de rebeldía y como tal muchas veces pasa clandestinamente. Hoy en muchas naciones se reivindican el papel del pueblo, de los humildes, los pobres, los excluidos, los trabajadores, los campesinos, las mujeres, lo que es ética y políticamente correcto.
Reconstruir la historia popular, no es tarea fácil, ya que la mayoría de fuentes documentales (protocolos, registros de escribanías, prensa) fueron no solamente redactados por un grupo élite, sino que su intencionalidad era resguardar, preservar la acción, el accionar de estos grupos élites dominantes.
Eso ha sido nuestra historia, fundamentalmente política y militar, cargada de héroes, acciones bélicas, revoluciones, cambios de gobiernos. Así mismo la historia económica ha tenido como base las grandes propiedades, las familias y apellidos tradicionales y en la prensa se ven reflejados los grandes acontecimientos donde están involucrados las élites: desde los gobernantes, las grandes casonas, las haciendas, los clubes y centros de recreación, las manifestaciones culturales, reflejan el accionar económico, político y cultural de los sectores dominantes.
Esta configuración de las fuentes históricas es ya el primer inconveniente para construir una historia popular, difícilmente conseguiremos en documentos oficiales y en la prensa que se desarrollen con detalles la participación de los sectores populares. Estos poco o casi nunca aparecen reflejados en las guerras de independencia, las revoluciones políticas, y cuando lo refieren, normalmente, estas participaciones han sido catalogadas como: suburbios, "rebeldes sin causas", producto de "cuatro negros o indios realengos", cuando en realidad fueron motines que produjeron y exigieron un contingente militar de los gobiernos para enfrentarlos y con todas sus deficiencias y cualidades representaron una alternativa de trasformación.
En nuestra historia, tradicionalmente el pueblo se convierte en masa, en un colectivo sin forma, amorfo. Si es en el espacio político son "los soldados sin nombre" ni fama que acompañaron a los grandes héroes y caudillos. Si es en la actividad económica son los indios dedicados a los oficios domésticos y en los conucos, si son los negros solo aparecen como la mano de obra de las plantaciones, cuando se refieren a ellos normalmente se hace a través de las estadísticas para comprobar su peso en la economía. Cuando son estudios que abordan la dureza del trabajo, los maltratos del dueño o patrón, muchas veces se generaliza y no se entra en el detalle.
Lo mismo ocurre con la cultura de los pobres, llamada cultura popular, nombre que sirve para confundirlo con folklore y no se entra al fondo de lo que estas manifestaciones representan, como manifestación propia, particular, muchas veces signo de rebeldía, particular y concreta y por tanto nada tiene que ver con popular como sinónimo de general, masificado y comercializado.
Difícilmente consigamos en la prensa latinoamericana del siglo XIX y principio del siglo XX que se narre la historia de las pulperías, no solo como actividad económica de los pobres sino como centro de recreación, conversación y hasta de organización política. Tampoco nos conseguimos con la historia de familias pobres y cuando se habla de personajes populares casi siempre se hace para referirse a los enfermos mentales o aquellos cultores que son vistos peyorativamente.
A pesar de las críticas del debate posmoderno y todo lo que ha representado el "giro lingüístico" y los "nuevos paradigmas" que aparentemente confrontaban a los males del cientificismo, sin embargo existe aun hoy una marcada patología cientificista que reproduce lo peor del tan criticado y aparentemente derrotado positivismo. Cuando seguimos aferrados más a las técnicas y a los instrumentos que a la comprensión, la explicación de los procesos históricos, la cual no puede seguir siendo solo una narración apasionada e interesada del pasado pero tampoco una simple recopilación de datos que por la antigüedad de los documentos, su amarillento color, parecieran automáticamente legitimar el trabajo del historiador y bendecirlo con el don de la verdad, cuando en realidad estos documentos fueron escritos por hombres de carne y hueso con una visión, unos intereses, que casi siempre coinciden con los intereses de las élites dominantes, que fueron las que auspiciaron a esos antiguos escribanos.
Tal como lo plantea Bermúdez y Rodríguez:
Con la oralidad la desconfianza procede, fundamentalmente, del temor, a veces exagerado, de los historiadores de confiar en la memoria que en algunas ocasiones se presenta escurridiza y fragmentaria, sobre todo en los informantes de más edad, y en la cual es difícil percibir la delgada línea que separa la verdad personal y el imaginario colectivo, los hechos reales del significado que éstos adquieren para los entrevistados (la subjetividad del hablante), lo que podría afectar su credibilidad como fuente. Realmente este argumento no tiene sustentación válida porque lo mismo podría aplicarse a cualquier documento, cuyo contenido está mediado por la memoria, intención, motivación o interés de quien lo originó. ((2009. P. 320)
Ejemplo de ello lo encontramos en muchos documentos oficiales, particularmente los judiciales, que han sido escritos a partir de la declaración oral de testigos y luego convertidos en su transcripción a la jerga legal, con lo cual termina el testimonio original, ya tamizado por los condicionantes mencionados anteriormente, en una versión que ha sido manipulada por el abogado, juez o escribiente; sin embargo, estos documentos no pierden valor y siguen siendo empleados por los historiadores, siempre sometidos al proceso de crítica (validación) que se deriva de la aplicación del método histórico.