La nueva fórmula Hitler-Mussolini para el Siglo XXI

El fundador de WikiLeaks, Julian Assange (asilado desde 2012 en la embajada de Ecuador en Londres) afirmó en fecha reciente que la generación que nacería sería la última libre a nivel mundial. Para una mayoría de personas, una afirmación de este calibre quizá no llame para nada su atención, envueltas como se hallan en la cotidianidad de su mera existencia. A otras, tal vez les alarme tal posibilidad; especialmente, si avizoran un mundo donde el libre conocimiento alcanzado en los últimos doscientos años termine subordinado al dogma de aquellos que aspiran mantener a la humanidad en un estado permanente de minoridad, domesticándola y haciéndola, en consecuencia, menos rebelde de lo habitualmente permitido. Una situación similar que ya fuera expuesta, en uno u otro sentido, por una extensa lista de escritores -en distintas épocas, como Franz Kafka (El proceso), Aldous Husley (Un mundo feliz), George Orwell (1984), Ray Bradbury (Fahrenheit 451) y Phillip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?)- que da cuenta de las acciones absurdas y extremas de poderes absolutos, muchas veces invisibles y de larga data, cuyo objetivo central es la erradicación de todo rasgo de individualidad y de raciocinio propio de los seres humanos sometidos.

En el mundo contemporáneo, no son pocos los analistas que advierten que se está viviendo el advenimiento de una nueva época oscurantista e inquisitorial que tiende a uniformar la opinión pública y a borrar las opciones opuestas a los intereses de los factores de poder, aglutinados, en primera instancia, en las grandes corporaciones transnacionales que controlan la economía global. Algunos de ellos, al revisar los acontecimientos políticos suscitados, principalmente, en Estados Unidos, Brasil y Argentina, hablan de fascismo, aunque diferenciándolo del implantado en Italia, Alemania y España hace casi un siglo atrás.

Todos conocemos la fórmula con que Benito Mussolini cimentó las bases de su régimen fascista en Italia, «Todo por el Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado», cuyos rasgos esenciales (nacionalismo, militarismo, corporativismo y totalitarismo) fusionaron orgánicamente Estado y partido, de una manera omnímoda que muchos ciudadanos evitaron enfrentar por temor a sufrir desenlaces negativos para sí y sus familias. Igual senda seguiría Adolf Hitler en Alemania, impidiendo toda manifestación de disidencia.

Esto también corresponde a lo seguido, con escasas o nulas excepciones, por los distintos regímenes existentes en todo el planeta, apenas diferenciados en cuanto a discursos, símbolos, nomenclaturas y modalidades, pero demasiado semejantes en cuanto a procedimientos y justificaciones; ahora en función de la preservación de los «sagrados» intereses del mercado global. Dicha fórmula, como se puede intuir, no requiere la existencia o vigencia de derechos colectivos e individuales que puedan eventualmente oponérsele, así que -simplemente- se desechan. Es lo que ha comenzado a hacer el capitalismo neoliberal global. A la vista de todos y a pesar de todos, supeditando así la vida social en general a la lógica e intereses capitalistas; tal como ocurre en la actualidad en nuestra América, más específicamente en Argentina y Brasil.

En esta categoría, el neoliberalismo capitalista requiere crear las condiciones adecuadas que le permitan imponer su fundamentalismo (anti)ideológico y su totalitarismo de mercado en la totalidad de los países; incluso recurriendo al uso de los ejércitos a su disposición y las amenazas de guerra.

Así, las diversas expresiones chauvinistas, xenófobas y reaccionarias que ahora conforman el discurso de odio de muchos dirigentes políticos, sobre todo, ultraderechistas -ampliamente divulgadas, además, a través de redes sociales y distintos medios de información- han ocasionado una depreciación creciente de los valores de la convivencia.

El elitismo económico dominante -delineado a partir de la década de los 80 de la mano del binomio derechista representado por Margareth Thatcher y Ronald Reagan, imponiéndose en algunos casos a sangre y fuego- creó en muchas personas la ilusión de un mundo próspero en constante expansión, al cual, luego de atravesar la senda de unos sacrificios individuales y colectivos -vistos y entendidos como algo forzosamente necesario e inevitable- se podría acceder finalmente en igualdad de oportunidades. Sin embargo, la realidad resultaría ser otra tras el colapso producido por el sector financiero internacional, lo que indujo a varios gobiernos -mayormente en las naciones al sur de nuestra Abya Yala, algunos considerados como progresistas y/o izquierdistas- a adoptar medidas que contrariaban en casi todo las recomendaciones ortodoxas del Fondo Monetario Internacional; permitiendo reenrumbar las economías hacia un horizonte un poco más diversificado y menos dependiente que el tradicional. Esto se plasmó, a contracorriente, en mayores posibilidades de mejoramiento de las condiciones de vida de los sectores populares, resaltando en ello, inicialmente, Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela, cuestión que permitió también que sus respectivos gobiernos consiguieran, a lo interno, un amplio respaldo popular.

La construcción de una sociedad postcapitalista y, en todos los aspectos, una que esté especialmente caracterizada por la hegemonía y la cotidianidad democrática de parte de los sectores populares (al mismo tiempo que ellas sirvan para reafirmar su soberanía por encima de cualquier razón de Estado u oligarquía gobernante) siempre ha sido una aspiración revolucionaria postergada. Por diversos motivos. Básicamente por la realidad histórica -común en diversas regiones del planeta- de unas relaciones de poder, engendradas (o derivadas) del modelo de Estado burgués liberal vigente y de los valores excluyentes heredados de la cultura eurocentrista. Esto podría cambiar y acelerarse, a medida que el capitalismo neoliberal confíe en que logrará, sin resistencia alguna, la sumisión total de los pueblos. -



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Homar Garcés


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