En
el viejo continente, un jurista que cree en la justicia divina en el
cielo, solicitó que a Pinochet se le siga el juicio acá en la tierra y
se produzca una sentencia condenatoria por sus crímenes de lesa
humanidad y, de esa manera, evitar que su alma vaya al reino del Señor.
No sabía ese jurista que en Chile estaba el cardenal de la Iglesia
católica, apostólica y romana para bendecir y absolver al verdugo. Los
militares siguen teniendo las armas para imponer la razón de un destino
contrariando la voluntad de su pueblo.
En
nombre de Dios y hasta de las Tres Divinas Personas se cometen crímenes
que vulneran o lesionan los más elementales sentimientos humanos.
Hitler creyó que él era una especie de privilegiado del Señor y el
mundo conoce todo lo que se sufrió por sus atrocidades. Pinochet, para
acometer sus tropelías, miraba primero el cielo asegurando que sus
crímenes eran bendecidos por el Ser de las alturas, hacedor del hombre
a su imagen y semejanza. Sabía que en la tierra siempre habría un
cardenal para confirmárselo.
En
verdad, sin ofensa ni crítica a los miles de miles de chilenos y
chilenas que han celebrado como fiesta la muerte de Pinochet, nada me
hace correr por las venas algo que caliente el espíritu para brindar o
bailar por el expiración del verdugo y, mucho menos, reírme del dolor
de sus familiares. Pinochet murió burlándose de la justicia, negando
sus crímenes como si el pueblo chileno y el resto del mundo fueran una
masa de bobos incapaces de darse cuenta de la realidad o de la verdad.
Sabía que habría algún cardenal que lo bendijera
y absolviera para que en el cielo reciban su alma como prócer de una
parte del planeta, conocida como un pétalo largo y angosto que se llama
Chile. Gozó la vida que fue larga y anchurosa. Disfrutó de los placeres
del poder y de la riqueza ajena y distribuyó una buena parte de ella en
las arcas de sus familiares y sus amigos o colegas más íntimos. Pero
antes, debemos decirlo y reconocerlo, Pinochet fue un fiel servidor del
imperialismo que ha explotado y desangrado fuentes de la riqueza
chilena generando miseria para la mayoría de los chilenos y de las
chilenas. Su conciencia no era chilena sino de proimperialista. Su
cruento golpe contra el gobierno de Salvador Allende, para darse, hubo
primero necesidad de ser avalado y subsidiado por el gobierno
estadounidense.
Pinochet,
murió de muerte natural. Es todo. No hubo justicia que le cobrara sus
crímenes. ¿Qué importa que su alma vaya al cielo o al infierno, si lo
importante era cobrarle sus crímenes en la tierra con justicia
revolucionaria? El Frente Manuel Rodríguez lo intentó, pero falló. Los
partidos políticos que hacen vida legal en Chile y que se opusieron al
verdugo nunca pudieron ponerse de acuerdo para que reinara la justicia condenando al genocida.
Las
madres de los miles que fueron víctimas de la tortura, represión y
muerte del gobierno de Pinochet no se contentaron con la muerte del
verdugo, porque nunca hubo justicia verdadera que le cobrara su
culpabilidad. Las víctimas, en cambio, sabrán hacer su venganza
revolucionaria esté Pinochet en el cielo o en el infierno o en el
purgatorio o en el limbo. De la tierra se escapó el verdugo ileso. Los
neonazis estuvieron en el velorio para jurarle fidelidad. El cardenal
lo bendijo y lo absolvió en nombre de Dios. Pero, sépase, el Dios más
poderoso de todos los dioses, que siempre será un pueblo decidido a
emanciparse, desaprueba la conducta del cardenal. Pinochet es un
criminal y punto.