Nuestro régimen de concepto, con sus compatibilidades y sus incompatibilidades, sus atracciones y sus repulsiones, su jerarquía, su orden y su escala de valores, nos viene del grupo del que formamos parte. Se graba en nosotros, sin que podamos eludirlo, mediante el lenguaje que aprendemos desde nuestra primera infancia, por la disciplina colectiva que soportamos sin tregua desde el nacimiento hasta la muerte. No captamos la realidad tal como es, sino tal cual se la concibe y quiere la colectividad a la que pertenecemos.
Estos son micro-enfrentamientos, guerras secundarias, en comparación a la idea de que el gran paradigma de la ciencia occidental que es él ha entrado en crisis, el que ha colapsado, el que se ha hecho aguas. Y esa crisis tiene que ver, insisto, no con una disfunción, no con una anomalía de una categoría que no funciona, no con un cortocircuito entre conceptos o con una falla de una teoría respecto a otra. Si no como se venia entendimiento el mundo, esa circulación de saberes, esos conocimientos que pueblan las redes semióticas, que circulan en los entramados intersubjetivos, que habitan el espacio de la escuela y de la universidad, son expresión crucial de la racionalidad misma de la civilización Moderna.
Pensar en situación de incertidumbre, actuar en contexto de incertidumbre, es, justamente, poder poner el pensamiento en capacidad de vibrar, de no sucumbir, de no conformarse con lo obvio, efectivamente, cuando no hay ecuación posible, cuando no hay linealidad posible, cuando no hay causa ni efecto. Se puede afirmar de una forma muy brutal, que nada es causa de ningún efecto, se acabó aquella lógica, un poco mentirosa, un poco elemental, de que siempre hay una causa y un efecto. Hay en verdad una errática multicausalidad, en situaciones tan ambivalentes que hacen que la física de partículas, por ejemplo, sea una semblanza muy curiosa de poética, discurso pasional y aproximativo.
