En la primera mundial todavía no había eso de la convención de Ginebra o las regulaciones de las guerras, y si las hubo nadie les hizo caso. La guerra era guerra de verdad, y fue a muerte, se peleaba con todo, con maña, con traición, y se bombardeaban las ciudades; objetivos civiles y militares, daba igual. Los habitantes al sentir lo inevitable y sin aviso previo, poco a poco fueron padeciendo el “sin sentido de la vida” de cara al tiempo – que es como vivimos los humanos: en el pasado, el presente y mirando el futuro –, empezaron a sentir lo absurdo que era planificar para mañana, si podíamos morir hoy. No tenía gracia fundar una familia, o hacerse una casa o comprarla, o ahorra para uno pequeño tractor, un terreno para sembrar, ni siquiera trabajar, si podías robar; los artesanos, los artistas abandonaron sus talleres por los burdeles y las cantinas. En el momento menos pensado cualquiera podía ser víctima de los zepelines, de una bomba, de una metralla, de un techo desprendido. La gente en las ciudades perdió toda esperanza y se entregó de forma desenfrenada a los vicios y placeres, día a día, hasta recibir el bombazo en la cabeza o perderse en la inconsciencia. En la primera guerra mundial los europeos creyeron que se acabaría el mundo civilizado.
Igual le pasa al hombre atrapado en una ciudad en cuarentena. Las cuarentenas son para agotar las posibilidades asesinas del agente contaminante, del microbio homicida. Se calcula que en cuarenta días perderá su fuerza letal, sin embargo, en esos días es capaz de acabar con muchas personas. El asunto está en que, cuando no se tiene conocimiento de bicho tampoco se sabe quién puede vivir y quien no a la infección. Por eso, todos somos candidatos ganadores en la “gran lotería de Babilonia”, donde se sortea día a día, hora a hora, minuto a minuto, una muerte segura.
La evolución de la psicología de las masas se da por etapas. La primera es divertida, es un sorteo para los otros, no vemos la posibilidad real de que nos contaminemos con el virus. La muerte está lejos. En una segunda etapa tomamos previsiones y con ellas creemos que nos salvamos porque las cumplimos al pie de la letra. Pero en la tercera, cuando aflora el virus en el cuerpo de nuestro vecino, que vemos como enferma y muere, cobramos certeza de que el próximo podemos ser nosotros. Ahí es cuando comenzamos a pensar en el futuro, y este se nos desdibuja, la casa se nos cae encima, los hijos nos abandonan, el carro que íbamos a comprar se oxida estacionado, nos preguntamos lo de siempre ¿Para qué pensar en el futuro, para qué planificar, si en cualquier momento vamos a morir?
El caso es que si tenemos, así sea la más mínima posibilidad de vivir, y pensamos solo en salvarnos nosotros sin ver hacia el futuro, la podemos quemar de manera egoísta encerrándonos en el “refugio antinuclear” de nuestras casas, persiguiendo y delatando a los contaminados para que el gobierno los aíslen de nosotros que estamos sanos, como si los enfermos fueran leprosos, nos levantaríamos en hordas armadas para linchar al drácula y a sus vampiros, pensando en que cualquiera puede sestar infectado, para al final matarnos unos a otros.
Y la última etapa es cuando nos enfermamos de muerte o sobrevivimos a la infección. En la agonía sentimos el peso de la peste, de la cobardía o de la liberación. Si fuimos cobardes, como consuelo, quisiéramos que nadie sobreviva a la peste, que, con la propia, termine también la vida de todos.
Pero si superamos la infección podemos entender que la esperanza solo se construye peleando con el microbio, con la peste dentro de uno y con la peste fuera de uno, en un solo acto: veríamos el lado positivo. Y desengañarnos de los estúpidos que somos, de lo frágiles, pero a la vez vanidosos y superficiales que somos, frente al rostro de la muerte.
Sobrevivir a la peste, al microbio, es sobrevivir a nuestra fuerza auto destructora y destructora, a nuestra disposición para la maldad, a nuestra cobardía, al egoísmo mezquino, a la impiedad, a todo lo “bicho” que somos y hemos cultivado dentro de nosotros que ha hecho de esta sociedad una sociedad “sin sentido”, que va a ninguna parte. Los ricos y gobernantes se creen inmortales en sus alucinaciones, actúan soberbios, sobrados, con sus prejuicios y estupideces. Ellos creen siempre que sus vanas dignidades, como los reyes, los trascenderán – si tan importante es el símbolo monárquico, lo más natural es conservar el cetro, la corona y la capa por ejemplo… Por ejemplo, ¿por qué el FMI no empieza su “reducción de gastos” con la anciana reina Isabel Spencer, retirándole sus dietas de reina, que equivalen a todas las pensiones de Europa reunidas, y zonas limítrofes? Resulta, que la resguardan del virus, porque hasta la vida para los reyes es finita, también se infectan, se enferman y se mueren, con todo su orgullo y su herencia de conquistas sanguinarias –.
Superar la pandemia debe ser una victoria de nuestra disposición para la vida. El capitalismo ha demostrado su incapacidad para la vida, nada ha hecho por vencer la muerte; al contrario, la alienta, porque para él la muerte es un negocio. El capitalismo es no-humano.
Igual que lo piensan del capitalismo, muchos cabecillas se creen indispensables, buscando soluciones a la pandemia protegiendo al sistema (como Trump y otros, de aquí y de allá). Como líderes que se consideran “imprescindibles”, gobiernan desde sus casas, para que el microbio no los saque del juego. Pero para el capitalismo la muerte de muchos ancianos y enfermos es un aliviadero, y para los líderes cobardes esta amenaza sin control – si no los consuela – es el pretexto perfecto para alarga la existencia de las medidas de vigilancia social y permanecer más en el gobierno.
Con o sin virus, la vida es trabajo creador y honesto, no es afanarse por aparentarlo, no es vanidad; desbocarse con discursos por aparentar que se trabaja y que se tiene fe en la humanidad, eso es sustituir la vida por su sombra. Hay que vivir para sostenerse vivos. Los disimuladores ya tienen el virus dentro.
Vencer la peste es vencer el microbio en el cuerpo y vencerlo en la sociedad. Vencer la peste es vencer al capitalismo y sus males. Pero también es vencer el miedo. La peste es solamente otro obstáculo más en la vida de una sociedad sana y valiente, uno más que hay que superar. La peste no nos debería paralizar más de lo que estamos: ésta ha sido una sociedad de zombis que podemos superar ahora, ya de por sí paralizada en la rutina, automatizada; hasta hoy en esta cuarentena lo único que ha cambiado verdaderamente ha sido el clima.