Cada venezolano tiene sus propias estadísticas sobre las mil y una formas delictivas que con tanta impunidad campean en todo el país. Las mías, por ejemplo, recogidas en mi entorno en el corto espacio de dos semanas, incluyen una casa saqueada, un carro violentado, una vecina abaleada en la puerta del edificio por resistirse a un atraco, otra amiga víctima de un par de violentos antisociales, dos asaltos presenciados en un mismo día en las inmediaciones del Centro Comercial La Florida; en fin que, en lo que va de año, las noticias sobre la inseguridad que afectan a allegados se han sucedido con una frecuencia casi diaria.
Estoy segura de que esos casos se repiten en todas las familias venezolanas. ¿De cuántos delitos diarios estamos hablando? En la prensa sólo leemos los sucesos escandalosos, que por cierto son cada vez más cruentos, pero allí no se habla del número de personas afectadas por la criminalidad.
No suman en las estadísticas porque, gracias a Dios, han salvado la vida. Y uno termina agradeciendo porque "me quitaron todo, pero me dejaron viva". Al final, todo se reduce a eso, a la espantosa convicción de que no importa lo que pase, lo fundamental es que no nos maten.
Los delincuentes ya no actúan amparados en la oscuridad de la noche; lo hacen abiertamente, con descaro, a pleno día. Muchas veces las policías saben quiénes son y dónde están, pero las leyes penales venezolanas les impiden actuar si no los encuentran en flagrancia. En un caso personal, luego de hecha la denuncia, el agente que lo atendió se ofreció privadamente para brindar protección. Es la fulana "vacuna", la matraca, que aplican los mismos encargados de velar por nuestra seguridad. Ellos también son delincuentes.
El problema de la inseguridad no puede minimizarse o esconderse para no darle alas noticiosas a la oposición. Craso error. Eso equivale a esconder la basura bajo la alfombra. Para resolverlo hay que involucrar a todo el mundo. No compete sólo a una comisión; atañe al país entero, a los gobernadores, a los alcaldes, de la tendencia que sean. Sólo u n a cayapa nacional acabará con los bandoleros. Si no, las e stadísticas se guirán subiendo.
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