Con la contribución de los diversos medios de comunicación y de los poderes públicos, la sociedad de mercado, instalada en los países ricos como soporte existencial de las masas, ha impuesto a sus individuos la obligación de consumir en la medida de sus posibilidades y más allá. Todo ello, siguiendo la doctrina capitalista que, a la manera de las viejas creencias, rige el destino de la humanidad. Lo que comenzó como una estrategia dirigida al consumo de masas para dar salida a la producción industrial, se ha ido perfeccionando, a medida que aparecían en la escena comercial nuevos bienes y servicios, con la finalidad última de atender a la creación de capital. Mercancías que, en ocasiones, iban más allá de satisfacer necesidades y mejorar las condiciones de vida de las personas, porque estaban encaminadas a conducirlas al terreno de lo superfluo. A tal fin, progresivamente han sido debidamente adoctrinadas, y hoy se impone el principio de consumir por consumir, ya que, en otro caso, se cree no vivir en la sociedad de la época. Para satisfacer tales intereses, las personas, en principio ciudadanos de sus respectivos Estados, pasan a definirse, prioritariamente, como consumidores del sistema global y, secundariamente, como votantes de los intereses del sistema.
Cumplir con la doctrina aplicada al mercado de masas, a tenor del principio que la rige, inevitablemente condujo al consumidor al consumismo. La propuesta del consumo se fundamentaba en atrayentes ofertas, promovidas por la ideología capitalista, como era el bienestar, explicitado en el bien-vivir de las gentes. Sin embargo, pronto superó sus cauces naturales, por exigencias de la producción empresarial, y hubo que animar al consumidor introduciendo nuevos argumentos para elevar aquel bienestar a la categoría de hedonismo, abriendo así la puerta de entrada al consumismo, en cuanto el mercado estaba en disposición de atender todo lo que psicológicamente produciría sensación de felicidad a las personas.
De esta manera, el consumidor es elevado a la categoría de consumista, absorbido por el hedonismo. A partir de ahí, se mueve en el mercado siguiendo la pauta de comprar por placer y no por utilidad. Las posibilidades de salir de la dinámica comercial marcada por las empresas se reducen, porque aparece la adicción a la innovación como aliciente para mejorar el bien-vivir. Por ello, entregado a la acumulación de bienes superfluos y, de otro lado, víctima de la publicidad, a la que la doctrina exige seguimiento permanente, el consumidor se mueve irreflexivamente al compás que le marca el mercado. Lo que impone cierto sentido de desprendimiento en lo que atañe al dinero y, cuando escasea el efectivo, prospera la práctica de involucrarse más allá de la disponibilidad económica, apuntando al dinero de plástico y al crédito. Para completar, unos, se entregan al proceso de consumir por emulación y, los restantes, a seguir las pautas sociales. Como apenas queda espacio libre para ser uno mismo, la individualidad ha sido profundamente afectada por el hedonismo comercial, basado en la búsqueda de la felicidad en el templo del mercado, y esa necesidad de integrarse en la corriente social, le ha hecho perder el contacto con la realidad y el sentido común. Actualmente, el consumismo es un mal de masas que aspira a hacerse global para asegurar el proyecto totalitario capitalista.
Al hedonismo no le basta con airear el bien-vivir de las gentes, porque aspira a más, esto es a la felicidad permanente, y la reconduce a nivel personal a permanecer muy atento a lo que ofrece el trajín del consumo. El fetichismo de mercado es la nueva estrategia para incrementar las ventas y el sentimiento hedonista. Primero, haciendo del mercado un expositor de fetiches para el que quiera verlo así y, segundo, elevar el valor de la mercancía a portadora de propiedades benefactoras especiales, que garantizan emocionalmente a su tenedor bienestar personal y la sensación de sentir amparado. Este fetichismo de corte actual toma como referencia nominal dos pilares clásicos del fetichismo, el de la mercancía y el de la subjetividad, debidamente acondicionados a las presentes circunstancias del consumo. Lo que interesa al mercado no es tanto el proceso de producción de la mercancía como el atractivo que toma en el escaparate para seducir al consumista, potenciando sus efectos benefactores a través de la publicidad. De otro lado, esta última incide significativamente en el componente subjetivo del consumidor, alimentando permanentemente el principio bienestar, elevado a un estadio superior como objetivo vital, movido exclusivamente en el plano del mercado, tomando como referencia la mercancía en términos fetichistas, es decir, como pequeño ídolo garante de ese bienestar sublimado, destinado a proteger al afectado contra cualquier influencia adversa. Lo que podría entenderse como retorno al mundo primitivo, es hoy una una patología alimentada por las exigencias del mercado, dispuesta para expandirse significativamente entre los consumistas.
Los fetichistas de ahora emplaza esa felicidad propuesta por el consumismo en la mercancía que oferta el mercado, atraídos no tanto por su utilidad como por la falsa apreciación de los efectos mágicos que desprende. No se trata de acumular objetos inútiles, tal como exige el consumismo habitual para cumplir con su papel en el mercado, sino de sentirse protegido por la posesión del objeto, tratándose así de que lo inútil se convierta en útil. Encuentra en el mercado ese objeto que se cree está dotado de propiedades especiales para su bienestar particular y por eso se hace irresistible la atracción y adquiere la mercancía como si de un amuleto se tratara, dispuesto para procurar sosiego personal. El fetiche pasa a ser objeto de culto personal y cada uno encuentra su particular motivo de adoración en este pequeño ídolo material que para él es portador de valores superiores. Hay fetiches particularizados, reconocidos por la marca, que permiten sentir reforzada su personalidad. Otros, han pasado a generalizarse más allá de su utilidad, como los teléfonos inteligentes, que han creado dependencia colectiva y su ausencia llega a provocar dosis extremas de ansiedad. En general, el fetiche posibilita estar permanentemente conectado al mercado y vivir en la sociedad de mercado, basta con tenerle presente para experimentar sus efectos. Más allá de la generalización de la mercancía asociada a ciertas cualidades especiales para la mentalidad de los consumistas, el mercado, que ya ha creado dependencia, instrumenta a través de la moda la actualización del fetiche, al que previamente ha cargado de obsolescencia. Obligando así a los fetichistas a la adquisición permanente de nuevas mercancías para no desvincularse de la actualidad del mercado, asociando al nuevo producto mayores efectos mágicos mediante la publicidad.
Aprovechando las nuevas tecnologías que arrasan en el mercado a través de internet y sus asociados, la idolatría prolifera entre los consumistas. Se trata de una nueva estrategia de mercadotecnia, dirigida a vender tanto la figura del ídolo, en términos de objeto de adoración, representada por la imagen personal creada al efecto, en forma virtual, como la mercancía que patrocina. Mercancía que, bajo su protección, se convierte también en objeto de adoración, de ahí la necesidad para el consumista crédulo de tenerla cercana, poseyéndola. En el caso de los idólatras, el goce no está tanto en la posesión de la mercancía, como en el fetichista, sino en la veneración al ídolo personal que la patrocina. El disfrute se reconduce al efecto virtual que le produce la simple visión de esos personajes elevados a la condición de ídolos, y para venerarlos, el consumista no solo dedica su tiempo a contemplarlos, va más allá y adquiere la mercancía que le recomiendan, para continuar practicando la veneración en el objeto material inmediato que les representa.
Desde tal apreciación, el marketing ha diseñado otra estrategia más para vender, alimentada, como en el caso del fetichismo, por la publicidad, en este otro caso colocando en primera línea la imagen del personaje destinado a ser adorado comercialmente, sobre el que sitúa el halo de la mercancía. Personajes autofabricados como influenciadores o una variedad de nombres alimentados por los medios, como figuras del deporte, la música, el cine y la política, integran el plantel de los nuevos dioses dispuestos para ser adorados en el templo del mercado, siguiendo su decálogo, por un ejercito de consumistas que caminan sin rumbo. Aprovechando esa necesidad ancestral de adoración a los poderes superiores, los nuevos ídolos del mercado se sostienen en su capacidad para mover a las masas por la senda comercial. El mercado ha sabido copar ese espacio antes reservado a las creencias, y hoy, vacío de calidad, está dispuesto para ser llenado con puerilidades que tratan de animar la existencia de la individualidad perdida. Una parte del diseño publicitario gira en torno a promover el efecto idolatría entre el consumista totalmente despersonalizado, haciéndolo extensivo a todas las dimensiones del mercado. Generalmente asociado a la intervención de los medios audiovisuales, conlleva dependencia añadida al personaje idolatrado para la ocasión y a la mercancía promocionada, todo sin perjuicio del beneficio económico directo para unos y otros, nunca para el incauto adorador. Además, se trata de ganar audiencia mediática pulsando la fidelidad sentimental de los consumistas más crédulos.
Con la entrega colectiva al consumismo, en la permanente búsqueda del bienestar, la individualidad ha perdido carácter personal. A cambio, como sustitutivos de las viejas creencias para tratar de llenar existencias vacías, el mercado ofrece la posibilidad de recuperarlas, entregándose a la dirección mercantil de los pequeños ídolos de la mercancía y sus nuevos ídolos virtuales, superhombres mediáticos que marcan las pautas sociales, pero que no superan el calibre de la mediocridad. De esta forma, el mercado está en plena disposición para conducir a las masas a donde convenga a la minoría dominante.
"Consumismo, fetichismo e idolatría"
Con la contribución de los diversos medios de comunicación y de los poderes públicos, la sociedad de mercado, instalada en los países ricos como soporte existencial de las masas, ha impuesto a sus individuos la obligación de consumir en la medida de sus posibilidades y más allá. Todo ello, siguiendo la doctrina capitalista que, a la manera de las viejas creencias, rige el destino de la humanidad. Lo que comenzó como una estrategia dirigida al consumo de masas para dar salida a la producción industrial, se ha ido perfeccionando, a medida que aparecían en la escena comercial nuevos bienes y servicios, con la finalidad última de atender a la creación de capital. Mercancías que, en ocasiones, iban más allá de satisfacer necesidades y mejorar las condiciones de vida de las personas, porque estaban encaminadas a conducirlas al terreno de lo superfluo. A tal fin, progresivamente han sido debidamente adoctrinadas, y hoy se impone el principio de consumir por consumir, ya que, en otro caso, se cree no vivir en la sociedad de la época. Para satisfacer tales intereses, las personas, en principio ciudadanos de sus respectivos Estados, pasan a definirse, prioritariamente, como consumidores del sistema global y, secundariamente, como votantes de los intereses del sistema.
Cumplir con la doctrina aplicada al mercado de masas, a tenor del principio que la rige, inevitablemente condujo al consumidor al consumismo. La propuesta del consumo se fundamentaba en atrayentes ofertas, promovidas por la ideología capitalista, como era el bienestar, explicitado en el bien-vivir de las gentes. Sin embargo, pronto superó sus cauces naturales, por exigencias de la producción empresarial, y hubo que animar al consumidor introduciendo nuevos argumentos para elevar aquel bienestar a la categoría de hedonismo, abriendo así la puerta de entrada al consumismo, en cuanto el mercado estaba en disposición de atender todo lo que psicológicamente produciría sensación de felicidad a las personas.
De esta manera, el consumidor es elevado a la categoría de consumista, absorbido por el hedonismo. A partir de ahí, se mueve en el mercado siguiendo la pauta de comprar por placer y no por utilidad. Las posibilidades de salir de la dinámica comercial marcada por las empresas se reducen, porque aparece la adicción a la innovación como aliciente para mejorar el bien-vivir. Por ello, entregado a la acumulación de bienes superfluos y, de otro lado, víctima de la publicidad, a la que la doctrina exige seguimiento permanente, el consumidor se mueve irreflexivamente al compás que le marca el mercado. Lo que impone cierto sentido de desprendimiento en lo que atañe al dinero y, cuando escasea el efectivo, prospera la práctica de involucrarse más allá de la disponibilidad económica, apuntando al dinero de plástico y al crédito. Para completar, unos, se entregan al proceso de consumir por emulación y, los restantes, a seguir las pautas sociales. Como apenas queda espacio libre para ser uno mismo, la individualidad ha sido profundamente afectada por el hedonismo comercial, basado en la búsqueda de la felicidad en el templo del mercado, y esa necesidad de integrarse en la corriente social, le ha hecho perder el contacto con la realidad y el sentido común. Actualmente, el consumismo es un mal de masas que aspira a hacerse global para asegurar el proyecto totalitario capitalista.
Al hedonismo no le basta con airear el bien-vivir de las gentes, porque aspira a más, esto es a la felicidad permanente, y la reconduce a nivel personal a permanecer muy atento a lo que ofrece el trajín del consumo. El fetichismo de mercado es la nueva estrategia para incrementar las ventas y el sentimiento hedonista. Primero, haciendo del mercado un expositor de fetiches para el que quiera verlo así y, segundo, elevar el valor de la mercancía a portadora de propiedades benefactoras especiales, que garantizan emocionalmente a su tenedor bienestar personal y la sensación de sentir amparado. Este fetichismo de corte actual toma como referencia nominal dos pilares clásicos del fetichismo, el de la mercancía y el de la subjetividad, debidamente acondicionados a las presentes circunstancias del consumo. Lo que interesa al mercado no es tanto el proceso de producción de la mercancía como el atractivo que toma en el escaparate para seducir al consumista, potenciando sus efectos benefactores a través de la publicidad. De otro lado, esta última incide significativamente en el componente subjetivo del consumidor, alimentando permanentemente el principio bienestar, elevado a un estadio superior como objetivo vital, movido exclusivamente en el plano del mercado, tomando como referencia la mercancía en términos fetichistas, es decir, como pequeño ídolo garante de ese bienestar sublimado, destinado a proteger al afectado contra cualquier influencia adversa. Lo que podría entenderse como retorno al mundo primitivo, es hoy una una patología alimentada por las exigencias del mercado, dispuesta para expandirse significativamente entre los consumistas.
Los fetichistas de ahora emplaza esa felicidad propuesta por el consumismo en la mercancía que oferta el mercado, atraídos no tanto por su utilidad como por la falsa apreciación de los efectos mágicos que desprende. No se trata de acumular objetos inútiles, tal como exige el consumismo habitual para cumplir con su papel en el mercado, sino de sentirse protegido por la posesión del objeto, tratándose así de que lo inútil se convierta en útil. Encuentra en el mercado ese objeto que se cree está dotado de propiedades especiales para su bienestar particular y por eso se hace irresistible la atracción y adquiere la mercancía como si de un amuleto se tratara, dispuesto para procurar sosiego personal. El fetiche pasa a ser objeto de culto personal y cada uno encuentra su particular motivo de adoración en este pequeño ídolo material que para él es portador de valores superiores. Hay fetiches particularizados, reconocidos por la marca, que permiten sentir reforzada su personalidad. Otros, han pasado a generalizarse más allá de su utilidad, como los teléfonos inteligentes, que han creado dependencia colectiva y su ausencia llega a provocar dosis extremas de ansiedad. En general, el fetiche posibilita estar permanentemente conectado al mercado y vivir en la sociedad de mercado, basta con tenerle presente para experimentar sus efectos. Más allá de la generalización de la mercancía asociada a ciertas cualidades especiales para la mentalidad de los consumistas, el mercado, que ya ha creado dependencia, instrumenta a través de la moda la actualización del fetiche, al que previamente ha cargado de obsolescencia. Obligando así a los fetichistas a la adquisición permanente de nuevas mercancías para no desvincularse de la actualidad del mercado, asociando al nuevo producto mayores efectos mágicos mediante la publicidad.
Aprovechando las nuevas tecnologías que arrasan en el mercado a través de internet y sus asociados, la idolatría prolifera entre los consumistas. Se trata de una nueva estrategia de mercadotecnia, dirigida a vender tanto la figura del ídolo, en términos de objeto de adoración, representada por la imagen personal creada al efecto, en forma virtual, como la mercancía que patrocina. Mercancía que, bajo su protección, se convierte también en objeto de adoración, de ahí la necesidad para el consumista crédulo de tenerla cercana, poseyéndola. En el caso de los idólatras, el goce no está tanto en la posesión de la mercancía, como en el fetichista, sino en la veneración al ídolo personal que la patrocina. El disfrute se reconduce al efecto virtual que le produce la simple visión de esos personajes elevados a la condición de ídolos, y para venerarlos, el consumista no solo dedica su tiempo a contemplarlos, va más allá y adquiere la mercancía que le recomiendan, para continuar practicando la veneración en el objeto material inmediato que les representa.
Desde tal apreciación, el marketing ha diseñado otra estrategia más para vender, alimentada, como en el caso del fetichismo, por la publicidad, en este otro caso colocando en primera línea la imagen del personaje destinado a ser adorado comercialmente, sobre el que sitúa el halo de la mercancía. Personajes autofabricados como influenciadores o una variedad de nombres alimentados por los medios, como figuras del deporte, la música, el cine y la política, integran el plantel de los nuevos dioses dispuestos para ser adorados en el templo del mercado, siguiendo su decálogo, por un ejercito de consumistas que caminan sin rumbo. Aprovechando esa necesidad ancestral de adoración a los poderes superiores, los nuevos ídolos del mercado se sostienen en su capacidad para mover a las masas por la senda comercial. El mercado ha sabido copar ese espacio antes reservado a las creencias, y hoy, vacío de calidad, está dispuesto para ser llenado con puerilidades que tratan de animar la existencia de la individualidad perdida. Una parte del diseño publicitario gira en torno a promover el efecto idolatría entre el consumista totalmente despersonalizado, haciéndolo extensivo a todas las dimensiones del mercado. Generalmente asociado a la intervención de los medios audiovisuales, conlleva dependencia añadida al personaje idolatrado para la ocasión y a la mercancía promocionada, todo sin perjuicio del beneficio económico directo para unos y otros, nunca para el incauto adorador. Además, se trata de ganar audiencia mediática pulsando la fidelidad sentimental de los consumistas más crédulos.
Con la entrega colectiva al consumismo, en la permanente búsqueda del bienestar, la individualidad ha perdido carácter personal. A cambio, como sustitutivos de las viejas creencias para tratar de llenar existencias vacías, el mercado ofrece la posibilidad de recuperarlas, entregándose a la dirección mercantil de los pequeños ídolos de la mercancía y sus nuevos ídolos virtuales, superhombres mediáticos que marcan las pautas sociales, pero que no superan el calibre de la mediocridad. De esta forma, el mercado está en plena disposición para conducir a las masas a donde convenga a la minoría dominante.