Una noche en la Plaza España, en Santo Domingo, República Dominicana, conversando con Natacha Sánchez sobre la génesis de América, frente al Alcázar de Cristóbal Colón, caí en cuenta de repente de que en ese lugar exactamente había nacido la globalización capitalista.
Como dice Ramiro Podetti, en su texto titulado Cultura y alteridad. En torno al sentido de la experiencia latinoamericana, ganador de la tercera edición del Premio Internacional de Ensayo Mariano Picón Salas, Colón no descubrió América sino el mundo. En efecto, por primera vez la humanidad se halló toda entera en un territorio común: el planeta. Hasta entonces hubo siempre algo más allá de las Columnas de Hércules —o más acá. Franquear esas columnas era hallarse de frente con monstruos marinos, con terræ incognitæ, tierras de Ultrathule o con los hiperbóreos, con peligros no solo físicos sino morales, por andar, como Caperucita, desviándose de tierra conocida.
Pero desde el más famoso viaje de Sebastián Elcano, sabemos que el mundo es finito, que no hay hiperbóreos y que Thule es cualquier isla o más bien ninguna. Sabemos que más allá de Inglaterra el suelo no es gelatinoso e impracticable. Fue en cierto modo tranquilizante, aunque los cronistas coloniales en tierras de América hablasen de portentos alarmantes, como los humanos de una sola pierna o con la cara en el pecho. A partir de la idea del globo, infinito porque puedes recorrerlo para siempre, pero al mismo tiempo finito, como saben los que han entendido a Albert Einstein, es posible dedicarse a inventariar el mundo, pirámides, Torre Eiffel, Machu Picchu, Nilo, Kilimanjaro, Taj Majal, Cataratas de Iguazú, Sarisariñama. Está bien que en el tepuy Sarisariñama hay depresiones casi perfectamente circulares aún misteriosas para los geólogos, pero son cosas sabidas, están allí, el misterio tiene límites, no admite desbordamientos mitológicos más allá de una conversación de sobremesa o tarea pendiente de la geología. Hay quienes piensan, tal vez esperanzados, que las Líneas de Nazca son obra de los extraterrestres, pero de ahí no pasa, el misterio está delimitado y es fácil desenmascarar a los charlatanes que dicen que los indios peruanos hacían señales para los marcianos antes de que llegase Pizarro. Desde Sebastián Elcano la geografía ofrece, pues, pocas sorpresas, el mundo se acabó, tiene fin, tiene fronteras y podemos conocerlo sin mucho sobresalto a través de National Geographic o de Discovery Channel. Podemos darle la vuelta y ahora desde que existe Google Earth se lo puede recorrer cómodamente desde un monitor de computadora, casi que en tiempo real, y tal vez dentro de poco vernos aquí en este acto paradójicamente solemne y cordial.
Pero no fue fácil descubrir el mundo. Hubo que recorrerlo imaginariamente en las naves de Ulises o de los Argonautas hasta que Colón llegó a donde no esperaba llegar. Tan portentoso fue lo que hizo don Cristoforo, que no pudo concebirlo y murió convencido de que había llegado a La India, en labores tan tenebrosas y mediocres como el tráfico de esclavos y cobrando unos dineruelos que le debía la burocracia española.
Pero si hoy es fácil conocer el mundo, aún nos cuesta entender esta parte nuestra de él, que no sabemos cómo se llama por fin, porque esto de apodarnos «América Latina» ha terminado por ser una convención, un «peor es nada» para al menos tener cómo denominar esto, para no estar como los primeros habitantes de Macondo, señalando las cosas con el índice. Porque cualquiera de los nombres que nos han querido dar esconde una avilantez de adelantado avieso que viene a dominarnos en nombre de Iberoamérica, Hispanoamérica, Indoamérica, Latinoamérica, Las Indias. Esos nombres han formado parte de alguna estrategia de dominación europea o gringa, esos vecinos con quienes espero que algún día no muy lejano terminemos reconciliándonos, cuando su clase dominante no siga viniendo a imponernos su comida chatarra, golpes de Estado sanguinarios, guarimbas y exterminio del Barrio de Chorrillos en Panamá en nombre de la libertad. Bolívar y Martí nos advirtieron sobre eso a pesar de que no vieron la invasión a República Dominicana.
Porque hasta el nombre de América nos lo quitaron. Nosotros, en Venezuela, esta Pequeña Venecia, bautizados así por don Américo, aún incómodos por el diminutivo que algunos perciben como despectivo, interminable discusión, debiéramos tener mejores títulos de propiedad que Washington para llamarnos América, porque Vespucio anduvo por aquí poniendo nombre y mapa a las cosas que veía. Nunca anduvo por Washington, que se sepa, porque se sabe poco de don Américo y algunos sostienen que ni siquiera estuvo en América sino que tuvo buenos compinches de taberna en Sevilla, donde escuchó mil cuentos de este continente que ahora lleva su nombre, no porque lo merezca, sino porque algún nombre ha de tener, porque la idea de un territorio sin nombre es más insoportable que un apodo incorrecto.
Pero también le han dado nombres poéticos. El mismo Colón bautizó a una parte de lo que hoy es Venezuela con el nombre de Tierra de Gracia, y usó una metáfora maternal, pues, según Colón contó a Isabel la Católica, el mundo tiene forma de pecho de mujer y en el pezón está el Paraíso: esta tierra de gracia que somos y podríamos ser, ¿por qué no? Las utopías hacen mucho bien porque, aunque no las realicemos, nos permiten derribar monarquías, liberar esclavos y reconocer vacaciones pagadas y jornada de ocho horas. Pero también pueden hacer mucho mal en manos de gente iluminada que sabe mejor que nosotros qué es lo que nos conviene y entonces Robespierre y Stalin instauran un infierno sobre la tierra en nombre de la libertad y el bien común.
Hasta tal punto «Nuestra América» sigue siendo un problema que aún andamos averiguando por fin qué es. Martí la bautizó con un posesivo tautológico, «Nuestra América», y dijo que debemos injertar el mundo en ella pero que el tronco sea ella, pero no nos dijo qué era ella, cómo reconocemos ese tronco. O tal vez América sea como será el comunismo: si alguna vez llegamos a él, lo reconoceremos.
Lo que sí tenemos claro, algunos al menos, es que necesitamos darnos nuestra propia teoría. Europa hizo sus propias teorías. Tantas teorías hizo que inundó el mundo con ellas, muchas veces como lechos de Procusto. Casi nunca calzamos en esas teorías, por lo que nos mutilamos las partes que sobran o nos estiramos para ajustarnos. Así se han paseado por América las teorías más diversas y también cuanta utopía se ha imaginado. Hemos sido laboratorio del mundo y hoy Venezuela ocupa el proscenio de ese escenario.
Estos temas que nos propone Ramiro Podetti tuvieron su expresión también en Venezuela. Así, para Laureano Vallenilla Lanz, el filósofo del gomecismo, el mestizaje es un «problema» sin remedio. Jorge Luis Borges decía que los falsos problemas conducen a falsas soluciones, y la que Vallenilla nos propuso fue un «gendarme necesario» nacido del propio mestizaje: José Antonio Páez, Juan Vicente Gómez. Para Rómulo Gallegos la barbarie de Doña Bárbara es producto de su condición de guaricha, es decir, de capital genético indio mezclado con español. Solo la redime el blanco, Santos Luzardo, santo y luz, universitario, nuestro Parsifal, que no sufre la tentación sexual de aquella mujer mitad india indómita, mitad española prisionera de un cuerpo lascivo autóctono. Era mitad humana y mitad animal, como los centauros, esos seres brutales, que en América toman el nombre de mestizos, porque esta neurosis de civilización vs. barbarie también vivía en la Antigüedad, según lo cuenta Ovidio. Doña Bárbara pierde su condición de devoradora de hombres y de salvaje a través del amor y como ese amor es imposible, desaparece en la llanura cruda de donde salió, pues «las cosas vuelven al lugar de donde salieron». Luzardo se queda con la hija de Bárbara, Marisela, la María pequeña, virgen, salvaje pero civilizable. Luzardo la viste de señorita, le pone zapatos y le corrige el español de siglo xvi que Marisela había aprendido de los campesinos, el que hablaban los conquistadores. Como se ve, todo se nos vuelve un revoltillo en que hasta hablar es malo. Es malo ser indio, pero también es bueno porque fueron valientes; es malo hablar como los conquistadores porque es conversar como campesino, pero es bueno porque es castellano del Siglo de Oro. Como decía mi amigo el poeta Carlos González Vegas, «ser negro no es malo, lo malo es que es un poco forzado». Pero también es bueno porque se dice que son gente fuerte y que hace músicas magníficas. Seamos como seamos, somos malos y buenos, complicados, acomplejados, con Pecados Originales que ríete de Adán. Llevamos la culpa en la sangre, sin remedio, porque, como dice Podetti, el Otro está en nosotros mismos.
Jean-Paul Sartre decía que descubrimos al Otro en la mirada que nos lanza, pero en nosotros esa mirada está en el espejo en que nos miramos. Y lo que miramos es la cara de Doña Bárbara, de Don Segundo Sombra, de Facundo, de los Buendía, de La Malinche, de Lope de Aguirre, de Martín Fierro, de Susana San Juan, de Boves, de Pinochet, de Bolívar, de San Martín, del Hombre de la Esquina Rosada, de Juan Vicente Gómez, todos juntos, todos revueltos en este continente que ya vamos comprendiendo gracias a obras como esta que hoy premiamos a Ramiro Podetti.