Estoy fuera de mi casa por una contingencia, debo pasar esta noche fuera y quizás todo el día de mañana; volveré el sábado, quizás el domingo. Por eso, a esta hora, 8.15 pm del día jueves 22-09-2022, al contrario de lo que acostumbro, no he enviado mi colaboración a la página. Apenas ahorita he podido acceder a una computadora prestada y por esa, como obligación, que me embarga y hasta embriaga, pues "a falta de pan buenas son tortas", me he puesto a escribir esto. Lo que tenía escrito y previsto para enviar quedó en mi máquina, no pude, pues no me organicé lo necesario para traer una copia en un pendrive.
Es de uso común la expresión, "una vaina son y otra cuando están en el gobierno o en el poder". Y esa frase revela una enorme verdad. El poder cambia a la gente. La obliga a sustituir sus amistades o la forma de relacionarse con las que antes tenía. Puede suceder que los viejos amigos, los panas, dejen de serlo. Y esto también sucede por el poder que da el llegar a tener dinero, más si es de manera contingente. Los amigos son otros, nuevos. Lo que no quiere decir que mejores.
En el "Perro y la rana", hay ahora una novela mía, intentando ella que la publiquen y en eso anda y, al parecer, va por buen camino, aunque sea para salir editada en digital, titulada, "Los condenados", donde un personaje, "Papaíto", tomado de la vida real, se saca los dos primeros premios de la lotería; de la noche a la mañana se convierte en millonario y comienza actuar como si fuese otro, al final después de cometer tantos errores, quedar limpio, vuelve a las actividades de antes, trabajador de una empresa eléctrica, pero ya no es el mismo ni vuelve a serlo. Quedó deshecho y mal herido.
En el caso específico de quienes llegan al poder, se sienten como obligados a distanciarse de lo que antes eran y hasta de quienes allí le llevaron, los votantes, porque detrás suyo hay un fantasma, una fuente poderosa que les dicta y exige nueva conducta y ellos mismo se cuidan que aquella no le perciba y menos sorprenda, siendo y haciendo lo de antes, porque eso pudiera hacer que le pierdan la confianza, como hombre para manejar el poder y terminen por dejarlo a un lado.
Quienes acceden al poder sienten que detrás de ellos hay, y en efecto lo hay, a lo largo de la larga cola, alguien que les escruta, observa, evalúa y cuida para que actúe de acuerdo con esa tramoya que llaman la formalidad y hasta espíritu coercitivo del Estado. Espíritu este que, siempre está en disposición de servir a quienes, desde su nacimiento mismo, lo fueron configurando para que cuide el "orden establecido".
Por eso, el tipo subversivo, alegre, pana burda de uno, le vemos cambiar radicalmente, como si desde que entró al cargo, dentro de él hubiese emergido otro. Te ve y reacciona con aquella lógica de "si te conozco o te conocí, no me acuerdo".
Y tú, pobre iluso, creyéndolo víctima de un trastorno y deseando te recuerde lo pana que han sido para que de algo te sirva y él, insistirá en lo mismo y, si sigues con la ladilla, te dejará hablando solo o mandará a alguien, no de sus amigos, porque esos tampoco lo son, sino servidores, hasta tanto esté el cargo, te saque de su espacio y horizonte.
Nunca olvido a un colega que trabajó conmigo por cerca de 10 ó 12 años, no sólo en el mismo liceo, ambos de profesores de aula, de eso que en nuestra jerga se llamaba "profesor por horas", pero más que eso, en esa misma etapa, gran parte del día éramos vecinos de aula. Estábamos siempre en el tercer piso, el más elevado de la escuela, y casi siempre el aula en la cual trabajaba, pese rotásemos, quedada al lado de la mía o viceversa.
Mi colega y "amigo" era copeyano y de los dirigentes entonces de ese partido. Solíamos, además, fuera del trabajo, compartir los mismos espacios y pasar ciertas horas juntos celebrando con otros colegas, sin importar la posición política de cada quien. Tanto nos conocíamos y habíamos amistado que él, no me llamaba por mi nombre y menos por mi apellido, lo hacía con un apodo de su propia autoría.
Un buen día para él, ganó las elecciones presidenciales Luis Herrera Campins. Pasaron los días, el tiempo correspondiente y éste asumió la presidencia. De repente, mi colega vecino, desapareció de aquella escuela, pues le nombraron Jefe de la Zona Educativa del Estado Anzoátegui. Es decir, era mi súper jefe en el ámbito del estado.
Otro bello y agradable día, en una actividad organizada por ese organismo y unos colegas, en un gran hotel, se hizo una jornada, en la cual, por cierto, participó aquel excelente docente que fue Rafael Tovar, de la UCV y Pedagógico de Caracas, con su ponencia sobre la muestra geográfica, instrumento del cual aprendí mucho. Pero yo mismo participé con una propuesta acerca del aprendizaje de la historia manejando documentos, cifras, formas, de la misma manera que Tovar manejaba su muestra. El secreto de todo está, en ambos casos, aprender haciendo, observando, analizando, comparando, relacionando y sacando conclusiones. Y sobre todo en grupos.
Casualmente, el día que presenté mi propuesta, que no era nada distinto a lo que siempre hice en el aula, poner a los muchachos a leer, hacer sus anotaciones y fijar sus recuerdos, ponerlos a discutir en pequeños grupos y luego en el universo todo del aula; que ellos escuchasen las conclusiones diferentes de aquel universo y cada quien sacase las suyas. El maestro sólo ayudaba a darle sensatez y orden a todo aquello. No se trataba de ideologizar y menos enseñar nada, sino poner a los muchachos a que aprendiesen.
Después de terminado todo el trabajo que implicó mi propuesta, saliendo del espacio donde desarrollé la actividad, me topé de frente con aquel colega, pana de trabajo, vecino de aula por años, que ahora era el Jefe de Zona Educativa, pues él venía muy acompañado, en dirección contraria a la que yo, sólo, llevaba. Esa misma soledad mía, pese al trabajo que había hecho y la compañía suya, era un discurso y hasta un cuadro de pintor de calidad.
-"¡Buen día, profesor Damas!. ¿Cómo está usted?
Ese fue el saludo que me dio. Era el Estado que me saludaba y quizás compensaba por el trabajo que había hecho ese día. Y tanto fue así, que aquel saludo no fue acompañado de la hermosa sonrisa que siempre me brindaba y menos los abrazos y golpes en la espalda. Más bien sentí como si me hubiese lanzado un balde de agua fría o un saco de hielo. Y, es más, siguió su camino, aquel que traía en sentido contrario al mío, acompañado por sus nuevos vecinos y amigos.
Esa conducta la impone el Estado, el poder. Hay que ser distintos a lo que siempre habíamos sido. Ahora respondes a lo que otro, un ente impersonal, implacable, dispone y te ordena.
Pasaron pocos años, un simple período presidencial; el partido de mi colega perdió las elecciones; eran aquellos momentos de cuando a AD le correspondían 4 años y otros 4 a Copei y él, mi viejo vecino de aula, dejó de ser Jefe de la Zona Educativa.
Al poco tiempo de ese cambio, accidentalmente, nos volvimos a topar; se abalanzó sobre mí, me volvió a llamar por el apodo que me puso, me abrazó y sonrió como antes. Yo, como soy, me quedé inicialmente estupefacto y, al final, reaccioné como todos los días en aquellos viejos tiempos. El Estado siempre nos jode y él, lo hace por lo dispuesto por otros; unos que en veces no parecen ni aparecen.
Pero él, como Papaíto, tampoco volvió a ser el mismo.