En homenaje a sus 80 años de vida

El Gabo: de las mariposas y la soledad al Nóbel de Literatura

El siglo XX, en América, fue prolífico en la literatura por la alta calidad de las obras publicadas y que dieron prestigio merecido a sus autores. No sé si el Nóbel de Literatura es la medida exacta de la dimensión de valores que hacen a una obra escrita merecedora de tan codiciado galardón. Borges que se lo merecía murió sin pisar el estrado del recinto donde se hace entrega del Nóbel. Se lo negaron. Jorge Amado, el escritor más combativo de todos los grandes escritores del siglo XX, se marchó de este mundo sin que el Nóbel de Literatura pasase por sus manos para sentirlo merecedor del mismo. Julio Cortázar falleció mereciendo el Nóbel de Literatura y nunca fue anunciado como ganador del mismo. Y si nos paseásemos por la poesía, nunca nadie como César Vallejo merecía el Nóbel de Literatura, pero jamás fue tomado en cuenta para otorgársele. Y sin egoísmo sectario aunque mucho rechace sus virulentos e inapropiados criterios políticos, Vargas Llosa lo ha merecido y nunca lo ha conquistado, pero eso no reniega de su riqueza literaria.

Latinoamérica se ha alzado con el Premio Nóbel de Literatura en diversas oportunidades y quienes lo han ganado se lo han merecido. Gabriela Mistral –única del sexo femenino-, don Pablo Neruda –el poeta de la revolución-, Octavio Paz –el poeta de la diplomacia-, Miguel Angel Asturias –el poeta de los indígenas-, y el más universal de todos y todas: don Gabriel García Márquez, el de las mariposas amarillas de Macondo en cien años de soledad, de la hojarasca, del coronel no tiene quien le escriba, de la mala hora, de los funerales de mamá grande, de ese señor muy viejo con alas grandes, del negro que hizo esperar a los ángeles, de ese último viaje del buque fantasma, del ahogado más hermoso del mundo, de Isabel viendo llorar a Macondo, del relato de un naufrago, de la increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, de cuando era feliz e indocumentado, de ojos de perro azul, de el otoño del patriarca, de crónica de una muerte anunciada, de operación Carlota, de el olor a la guayaba, de el verano feliz de la señora Forbes, de el secuestro, de persecución y muerte de minorías, de el asalto: el operativo con el que el FSLN se lanzó al mundo, de el amor en los tiempos de cólera, de el general en su laberinto, de elogia a la utopía, de doce cuentos peregrinos, del amor y otros demonios, de la aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, de noticia de un secuestro, de vivir para contarla, el de memoria de mis putas tristes, y otras no menos importantes y dignas de la lectura universal.

Corresponde a los críticos de la literatura ocuparse de la profundidad universal de la obra del Gabo para provecho de los lectores y del conocimiento. Quienes no lo somos, y creo no llegaremos a serlo si el socialismo no desplaza por siempre los rigores monstruosos del capitalismo salvaje que secuestra la cultura y el arte para elites muy específicas, no podemos menos que reconocer la grandiosidad de un literato que sigue teniendo corazón y alma de pueblo, esperanza emancipadora de pueblo, y que su vida ha estado marcada por esa irreductible manera de concebir la maravillosa necedad de crear un mundo nuevo posible, para que todos y todas las personas tengamos la oportunidad de hacernos cultos y de ser libreros sin necesidad que exista algún estímulo monetario para premiarlo, sino la admiración espiritual de los lectores. Así es el Gabo y ojalá –ahora cuando ha llegado a los 80 años de vida- no se le ocurra a alguien criticarlo por aspectos secundarios que evitan sea un ser perfecto y, además, creo que él jamás se ha propuesto serlo.

Sin duda, la más famosa obra literaria del Gabo sigue siendo “Cien años de soledad”. Dicen que detrás de todo gran literato existe un pensamiento que lo ha influido de manera determinante. Los más prolíferos críticos de la obra del Gabo coinciden en que William Faulkner ha ocupado ese privilegiado lugar. En “Cien años de soledad”, el Gabo desarrolló un estilo impresionante donde lo real y lo onírico se armonizan en personajes y lugares sin dejar de lado ese animalito que vuela y, a veces, la luz le conduce inocente al suicidio, la mariposa que es, en mi humilde juicio, quien juega el rol esencial para que se ganara el Premio Nóbel de Literatura en 1967, luego de 40 años de ‘soledad’. Nada hubiera sido de importancia la familia Buendía sin esas mariposas que copan un lugar con sus lindos colores bien combinados sin que la mano del artista haya tenido que hacer uso del pincel y la pintura. Sólo un realismo mágico no deja por fuera esa parte de la naturaleza sin la cual ninguna realidad social es completa, porque quitándole lo que tiene de alegría puede volverla integral en la tristeza.

He leído algunas obras del Gabo, no todas. Sin duda, todas las que he leído son inmensamente ricas en literatura. Pero como el gusto nunca debe dogmatizarse, sino que debe hacerse llegar –a través de la lectura permanente- a que se transforme en activo protagonista del contenido de la obra que se lee, debo –amén de “Cien años de soledad”-, en este 80 aniversario del nacimiento del eminente literato, opinar de la obra que más me ha gustado y la que menos me ha gustado de las que he leído con esmerada atención y devoción.

Hace unos pocos años atrás, estando metido en un bosque y con las velas como fuente de luz y relámpagos breves de luciérnagas que sólo valen para que la noche resguarde bien sus misterios, un gran amigo y periodista –Alexander Montilla- me hizo llegar el libro “Vivir para contarla” del Gabo. Escogí la noche para leer las memorias de García Márquez, porque quería que me acompañaran los vientos sucesivos que partían en su viaje de la mayor altura de la montaña y bajaban, refrescando el medio ambiente, dándose de besos con los altos y frondosos árboles para dar por perdida su existencia en las partes planas que colindan con el mar; quería sentir los misterios nocturnos de lo que es más que una inmensa estepa verde para que alguno de los paisajes, narrados por el gran escritor latinoamericano, tuviera similitud con alguno de los que me rodeaban; quería que la suave y tenue luz de vela me abriera más los ojos y no perderme ni un solo detalle de la narrativa en su lógica sin descuidar la dialéctica de la generalidad; quería el silencio de las voces humanas a mi alrededor, para sentirme (utópicamente) también presente sólo escuchando las tertulias en que participó García Márquez joven junto a otros importantes personajes de la literatura, la poesía y el periodismo colombianos; quería encontrarme, sin cita previa como debe ser, con seres folclóricos que tenidos por <locos> y que son expresión semejante a los nuestros y que también los hace coincidentes, en que cada uno construye su universo espiritual sobre las crudas y crueles realidades que viven aislados de manos amigas, sometidos a la hipocresía de los <cuerdos> que mal gobiernan el mundo plagándolo de miserias y sufrimientos para los muchos, creyendo que son hacedores de justicia para el hombre en la tierra quedando en paz con Dios; quería, porque sabía lo que había antes de leer la obra, que llegara a mi cambuche un canto vallenato haciéndome más activa y fecunda la imaginación, la memoria y el placer de la lectura. Nunca Borges estuvo equivocado al creer y decir que leer es el más apetitoso alimento espiritual del hombre.

Comencé a leer y en la medida que iba pasando de una página a otra, más me iba abrazando al legado del pasado para interpretarlo en el presente como elemento primordial si se quiere entrarle al futuro con éxito. Así fui consumiendo, parte por parte y en su todo, la exquisitez de “Vivir para contarla”. De esa manera me fui enamorando de la vela, no como sinónimo de muerte sino de vida con la luz y así, también, hice a la soledad mi amante en esa noche de gratísima lectura, con la cual todas las razones de la vida se hicieron de amor sin necesidad de sexo.

 De vez en cuando encendía un cigarrillo más que para fumarlo, durante la lectura, para tratar de descubrir si en el humo azul que se disuelve y se pierde sobre la cabeza del fumador, se me escapaba una línea que me afectara el agradable y placentero viaje por las 579 páginas que conforman “Vivir para contarla”. No existe, de los tantos personajes que menciona, uno solo recordado por el Gabo que pueda sentirse ofendido o calumniado por su comportamiento señalado. Todos están descritos dentro de la principal regla de la narrativa y del periodismo decentes y objetivos, aquella que lanza su crítica constructiva sin herir la dignidad de la víctima, para que la Historia, de pueblos y personajes, no quede desarmada de memoria y verdades e, incluso, de esas anécdotas sin las cuales todo realismo queda mutilado en parte de su esencia como la del hielo.

Con las memorias de García Márquez, el lector vive tantas emociones como episodios tiene la obra. Dentro de ese mundo de placer espiritual al lector le sucede, para su memoria, a la inversa del Gabo Si éste vivió para contarla, el lector tiene que leerla para vivirla. Así fue como me sentí un habitante común de Aracataca que entendió que a una ciénaga no hay que tenerle miedo pero sí respetarla; que el Magdalena es una Historia larga y ancha que el mismo hombre depredador le está matando sus aguas para quitarle la vida sin valorar lo que su recorrido puede hacer llevando progreso a los pueblos que baña y les riega el cuerpo y el alma; que la paz en Colombia primero ha sido muerte que vida y que los cementerios siguen siendo escenarios de la guerra, y que mientras no haya justicia verdadera toda vida es una crónica de muerte anunciada; que ochenta mil muertos de una población de cuatro millones, para que el despotismo continúe explotando y oprimiendo al pueblo, es un precio social muy alto para la Historia humana; que es más denigrante el hombre que explota y oprime a otros hombres que el diablo con sus crueles castigos en el reino del infierno que nunca ha existido sino sólo en la tierra, porque es la única forma de hacer creer el mito de un reino en el cielo donde las almas alcanzan su felicidad por su resignación del cuerpo a la injusticia y martirio del hombre contra el hombre en el edén; que no se debe matar un personaje por el placer de gozarlo en la escritura donde se estimula el instinto violento y salvaje del hombre que vive envuelto en el manto de la ignorancia; que Marroquín se burló de los ‘ilustrados’ que hacen su plusvalía creando desmemoria, cuando dijo que los ladros perran, los cantos gallan, los rebuznos burran, los gorjeos pájaran, los silbos serenan y los gruños marranan; que un colombiano y un venezolano comunes sólo se diferencian en que los han hecho creer, por separado, que son distintos para que se odien entre sí.

Cuando alcancé llegar a la última página, la 579 de “Vivir para contarla”, empecé a sentir una brisa de incertidumbre, de arrechera no contra el Gabo sino contra los editores, porque se me vino a la mente una serie de analogías que resultan ser, siempre, desagradables y hasta frustrantes por los incompletas que terminan siendo. El final de la obra, confiado en que sólo es la primera parte de las memorias del Gabo y que pronto lleguen las otras para el disfrute completo de las mismas y de la lectura, es como cuando uno está comiéndose un menú exquisito, perfecto del arte culinario, y mientras lo está degustando viene un mesonero alterado y grosero y se lleva el plato sin consentimiento del usuario; o también, como cuando un romántico verdaderamente enamorado de su princesa, está acariciándola con la ternura de un ángel y mira ansioso que la cama vestida será testigo mudo de la pasión que culminará con los cuerpos desnudos y agotados de placer, entonces llega la madre de la princesa y la manda a dormir, porque ya se hizo tarde para la cita con su pretendiente.

Luego de leer para vivir las memorias de García Márquez, que él vivió para contarla, sale del alma con la mayor sinceridad recomendar, especialmente a los jóvenes, darse un viaje -hacerlo paseo de recreación espiritual y de cultura misma ante tantas infamias y sandeces de la literatura contratada para contar falsas historias y crear falsas ilusiones en el mundo humeante y oscuro de la ignorancia- por la obra universal que se pone a disposición del lector, en verdad de aquel que puede adquirirlo en el caro mercado del conocimiento teórico, del premio Nóbel de Literatura, don Gabriel García Márquez:  “Vivir para contarla”.

Memoria de mis putas tristes”, sencillamente, no me gustó, sin que por ello se entienda que le esté negando su calidad de literatura universal. ¡Ironía del destino!: es la única de las obras del Gabo que he leído que he tenido que adquirir con dinero de mi propio bolsillo. Nunca me quejaré. Que Dios le otorgue larga vida, pero que la Revolución Cubana siga siendo una iluminación de solidaridad para su espíritu. Yo, no conozco personalmente al Gabo, pero leyéndolo he aprendido a quererlo.



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Freddy Yépez


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