La reconstrucción del ser humano

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Casi todos los discursos tienen como sujeto al ser humano, pero pocos se ocupan de definirlo. ¿Qué es en definitiva el hombre, y qué llegará a ser? Nuestra especie modifica cuanto encuentra a su alcance: ¿podría o debería modificarse ella misma? ¿Tiene esta modificación límites, internos o externos?

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Con cada cambio que inflige a la naturaleza, transforma el hombre su entorno humano, la sociedad. Al avanzar de la cacería y la recolección a la agricultura, crea una base de sustento que alimenta el paso de la tribu nómada a la comunidad estable y, de encontrar condiciones favorables, a las grandes sociedades estratificadas centradas en el aprovechamiento y distribución de las aguas a las que Wittfogel llamó "Despotismos hidráulicos". Modificamos las especies vivientes mediante hibridaciones sucesivas que crean las versiones actuales del trigo, del maíz, del cambur, de la papa. Domesticamos animales, pero a su vez la cría o el uso de ellos nos domestica. Sobre cada una de estas alteraciones surgen civilizaciones que a su vez condicionan a sus integrantes.

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El homo faber, hombre hacedor, se hace a sí mismo, a las versiones de sí mismo. Desde antiguo utilizamos sin reparos esa piel artificial que llamamos vivienda, ropa o calzado. Manejamos herramientas que nos potencian: arrojamos lanzas o proyectiles, nos trasladamos sobre ruedas o alas artificiales. Usamos cristalinos externos llamados lentes, dientes postizos llamados prótesis. A veces nuestras creaciones nos invaden, como las medicinas, las vitaminas, esos metrónomos cardíacos llamados marcapasos. Se puede ser reedificado, transmutado y transferido. ¿A partir de qué momento nuestras creaciones en vez de servirnos nos suplantan?

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Cada cambio infligido al entorno nos cambia. Deploró Platón que la escritura tentaría a los hombres a dejar de usar su memoria. Las máquinas nos convirtieron en debiluchos o clientes de gimnasios. Así como el hombre trata de crear la sociedad perfecta, alucinó Platón en el siglo IV A.C. que ésta podría crear al humano ideal. En su República, mediante la enseñanza y los exámenes sucesivos se separarían tres categorías de ciudadanos: los productores, los guerreros defensores y los filósofos gobernantes. Estos últimos podrían convertir dichos grupos en castas hereditarias. Así como la unión de los caballos y las yeguas más veloces engendra los potrillos más rápidos, la de los productores, guerreros y filósofos más aptos dentro de su propia categoría generaría especialistas cada vez más competentes. Las uniones serían predeterminadas por los filósofos, pero atribuidas a una lotería regida por los Dioses. La inteligencia parece ser en buena medida hereditaria, pero el romance de pensadores como Sartre y Simona de Beauvoir nunca engendró bebés filosofantes.

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Veinticuatro siglos más tarde Aldous Huxley imagina o amenaza en Brave New World (Un mundo feliz, 1932) una sociedad organizada en castas hereditarias creadas por la ciencia biológica. Personas inteligentes aplicadas a quehaceres monótonos y repetitivos enloquecerían. De allí la necesidad de crear clases de seres determinadas por la complejidad de sus trabajos a cumplir, generadas por fecundación artificial e incubadas en probetas: Alfas inteligentes, Betas mediocres, Deltas bobos y Epsilons cretinos, controlados por la propaganda, la libertad sexual y las drogas. Esta sociedad es estable, pero como la de las hormigas, las abejas o el Infierno, no evoluciona.

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Siempre temí que las grandes potencias abrigaran proyectos similares para avasallar al mundo creando superhumanos o subhumanos. Pero el destino de un superhumano, si le creemos al Frankenstein de Mary Godwin Shelley, es aniquilar a su creador. Nietzsche anunció el Uebermensch, el Superhombre, pero se cuidó de definirlo. Hitler fundó granjas para que doncellas arias procrearan bebés racialmente puros: el único talento notable que surgió de ellas fue una cantante del grupo ABA. Se disolvió la Unión Soviética sin que se conociera proyecto de fabricación de supercomunistas. Podríamos redactar enciclopedias consignando las variantes imaginarias debidas a la ficción narrativa: los Robots Universales Rossum de Karel Chapeck; el Odd John y los First and last men, de Olaf Stapledon, los Slan, de A.E. Van Vogt, los seres simbióticos del More tan Human de Theodor Sturgeon, los angustiados telépatas del Demoslished Man, de Alfred Bester, los desgarrados replicantes de Phillip K. Dick. Desconocemos si Estados Unidos abriga algún proyecto secreto de fabricación de Supermanes; por lo pronto, sólo produce superpolicías.

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Sin embargo, la modificación del ser humano no es sólo preocupación de esos filósofos llamados novelistas o de esos novelistas a quienes denominamos filósofos. Desde la antigüedad se estimula la conciencia con cafeína, se la expande mediante drogas sagradas, se la adormece con estupefacientes. Mediante fármacos se exalta o deprime el estado de ánimo. Se potencia el rendimiento físico mediante esteroides. La informática invade nuestro cuerpo con mecanismos cada vez más perfeccionados: válvulas, implantes, marcapasos. Se editan los genes, para librarlos de cromosomas defectuosos. Se crean clones de organismos complejos. Se planteó un debate jurídico sobre la posibilidad de patentar el genoma humano. Hay que asumirlo: estamos en el umbral de rediseñarnos como individuos y como especie. Así como se generaron una botánica y una zoología genéticamente modificadas, es técnicamente viable la confección de un homo transgénico.

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Entre las pesadillas a las que debemos enfrentarnos está la que Oswald Spengler denominó cultura fáustica, la convicción de que todo adelanto tecnológico ha de ser aplicado irrestricta e ilimitadamente sin atender a sus consecuencias. Hasta el presente se dejó la modificación del hombre al azar de las mutaciones, que sin embargo presentan una tasa de frecuencia constante. Por sí solas generaron media docena de variantes de la especie homo, de las cuales sobrevive apenas la autoproclamada sapiens.

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Para hipotetizar sobre las potenciales versiones de nuestra perecedera carne se ha creado esa variante de la Utopía llamada Transhumanismo, que acepta y exalta todas las modificaciones de nuestra especie que posibilite la técnica. Sobre ellas cabe apuntar que en el capitalismo culminaran sólo las que coincidan con los intereses de la clase dominante, y que las positivas serán reservadas para exclusivo uso de ésta. Cabe reflexionar sobre las más anheladas. La extrema prolongación de la vida podría desembocar en el tedio a medida que se extinga la novedad de los estímulos del mundo. La potenciación de la inteligencia podría conducir al nihilismo. La inducción de placer mediante realidades virtuales o estimulación directa de los nervios, a adicciones invencibles. La progresiva suplantación de nuestro Ser por componentes artificiales proliferaría en especies mestizas y finalmente en entes sintéticos avergonzados de su origen natural. De todos los fines profetizados para nuestro género no sabríamos si éste sería el más glorioso o el más aterrador.



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Luis Britto García

Escritor, historiador, ensayista y dramaturgo. http://luisbrittogarcia.blogspot.com

 brittoluis@gmail.com

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