Cuando se reclamó, no tanto la individualidad de sus miembros como la pretensión de dejar de ser masa para luego identificarse como masas ante el poder, se habló de rebelión de las masas, simplemente porque los hombres dejaron de ser considerados borregos inútiles, a la vista de la elites, para pasar a ser útiles. Desde entonces, asumiendo el nuevo protagonismo, se orquestó para las masas un sistema de abalorios para que las elites de reemplazo ocuparan, mediante su reconocimiento, el lugar de las desplazadas. Siguiendo el nuevo papel asignado por el capitalismo, se las consideró, con su voto, generadoras de elites políticas y paralelamente, con su entrega al mercado, definidoras de elites económicas. No obstante, basta considerar que las masas se habían rebelado por el hecho de poder decir algo en el panorama del sistema dominante. En realidad, era una fórmula para garantizar la viabilidad del negocio capitalista, buscando el apoyo colectivo por simple interés. La elite ocasional de la época, alimentada por la dimensión adquirida por el capital, para entretenerlas, se dedicó a hacer concesiones traducidas en simple palabrería, a la par que instrumentaba aparatos de control. De esta manera, la persona común, que continuó siendo un número, se le elevó a la condición de ente político y permaneció estancada en el terreno de la evanescencia. Se le otorgaron derechos y libertades con garantías e incluso se le permitió opinar sobre la política. Así, era posible concederle todo y no darle nada. Se trataba del ciudadano común de entonces, que podría etiquetarse como moderno. En cuanto a su dimensión real permanecía casi intacta la explotación de otros tiempos; ahora, desde la retórica política y los adornos jurídicos controlados por la burocracia, a lo que se llamó el Estado de Derecho. Por su parte, la elite económica simplemente dejó que el nuevo personaje jugara en el terreno del mercado, suministrándole ilusiones variadas, a través de la tecnología, para mantener su adicción al consumo.
Eso venía a suceder antes y en el ahora, actualmente, en la época de la globalización capitalista —el último producto sistémico que ha gestado el desarrollo capitalista— la situación ha mejorado, al menos eso dice la propaganda. A la vista está que el ciudadano común sigue siendo un número que identifica el expediente que da cuenta temporal de su existencia para, dotado de derechos, libertades y garantías legales, ser eficientemente utilizado por la burocracia oficial y la del mercado para sus respectivos fines. Bajando a ras de suelo, el hecho es que, salvando las distancias, continúa siendo simple objeto de explotación de quienes disponen del poder, con lo que las mejoras solo afectan a las formas y, en cuando a su circunstancia, sigue regida por la represión. Si antaño se actuaba explícitamente a través del fuego o el hacha contra la simple disidencia sistémica, con los nuevos tiempos se habla de libertad, igualdad y legalidad, como originales métodos de represión, frente de todo aquello que circula fuera del canal doctrinal del sistema. Aunque poca cosa es, porque las posibilidades de caminar por esa vía, han sido sensiblemente reducidas por el efecto de la doctrina capitalista, cuyo resultado final ha llevado al lavado del cerebro colectivo y a la transformación del ciudadano común en consumista del mercado global o zombi sujeto a las imágenes económico-políticas que están de moda.
Bastaría citar el estado de la libertad, la igualdad y la legalidad, como características mínimas que debieran asistir a la persona, para que pudiera definirse como ciudadano común. Esto es, persona independiente en el pensamiento y en el obrar, lo que quiere significar no sujeta a manipulaciones externas en cualquiera de sus formas; de tal manera que pudiera tomar sus propias decisiones sin ningún tipo de interferencias, puesto que solo es posible si dispone de libertad, puede ejercerla en términos de pura igual social y siendo asistido por la legalidad. El ciudadano común de los países ricos, se dice que goza de tales ventajas y, de hecho, así puede suceder, pero casi siempre con condiciones. En este punto aparece en escena la doctrina, elaborada por la inteligencia capitalista, dispuesta para ir dominando el mundo bajo el peso de la influencia del dinero, con lo que pocos pueden escaparse de sus efectos.
Diríase, que la doctrina es el método que permite conducir la capacidad de pensar y obrar del ser humano en la dirección de unos principios o dogmas básicos, previamente establecidos por una elite, que ha pasado a ser dominante en el plano general de una comunidad, a la medida de sus intereses. Tales principios no pueden ser objeto de análisis, debate, opinión y, mucho menos, de crítica por el individuo común, quedando reservados a la elite respectiva. En una de sus manifestaciones, el consumismo de mercado es la dimensión doctrinal suave, porque deja espacios limitados para pensar, en cuanto se ve asistida por la percepción personal de la realidad que lo contradice. Sin embargo, el sistema burocrático no deja espacio para la reflexión, de eso se encargan la propaganda y la represión. De manera que en la política, la doctrina encuentra un excelente aliado a nivel local para que nadie escape de sus previsiones, porque en último término, si fracasan la moralina, la exclusión, la censura y la mordaza, dispone del monopolio de aplicar la pena para el ciudadano común y el privilegio para la elite.
Poco merece extenderse sobre la libertad, porque ha quedado reducida a simple pantomima jurídica, diseñada para que tenga efectos políticos en el plano de la democracia representativa, dado que si no hay libertad teórica no es posible conservar el artificio de la legitimidad política. Su utilidad radica en que el privilegio de mandar, hoy no tendría sentido sin tal respaldo, aunque esté asistido de inimaginables fraudes, que hay que camuflar a cualquier precio. Elemento valioso para semejantes intereses es la información, entiéndase oficial, es decir, afectada por la propaganda, lo que la reconduce a pura desinformación. El resto, es decir, la desinformación al margen de la oficial, ya queda suficientemente apartada por los medios de represión mencionados y el desprestigio del llamado bulo. La persona común no solo se ve afectada por la doctrina dedicada a encarrilar los pasos de su existencia en torno al mercado y a la disciplina estatal, sino que es asistida por los efectos de la contralibertad. Los poderes públicos avanzan obstinadamente en la tarea de adoctrinar, atendiendo a los intereses globales, sobre cómo tiene que sobrellevar la existencia cada persona, imponiendo su forma de vida en términos de intolerancia, argumentando así lo que debe ser lo mejor para ella. De lo que resulta, que hablar de libertad es decir nada, porque consiste en no salirse del cercado que establecen las leyes e impone la burocracia. Quizás alguien encuentre consuelo para compensar la libertad perdida adentrándose en el mercado, donde el consumidor percibe que tiene libertad para comprar o comprar.
En cuanto a la igualdad, solo cabe hablar de igualdad legal, la única posible, porque en el plano real concurren demasiadas circunstancias que la imposibilitan. Cuando intervine el poder político en la búsqueda de esa utópica igualdad social, acaba definiéndose como el camino hacia el privilegio, porque la proyecta desde la perspectiva partitocrática y en ello juega un papel fundamental el voto. Por ejemplo, con parches políticos como la llamada discriminación negativa u otros similares no se alivian las desigualdades sociales, puesto que el asunto es más profundo, simplemente se favorece temporalmente a unos en perjuicio de otros, porque en el fondo de la actuación la igualdad palidece y planean las ventajas sociales injustificadas para una minoría. Pero resulta que al reclamar igualdad en el plano grupal se está pensando, no tanto en el respeto de los demás hacia su persona como en el privilegio, en la explotación de su característica diferencial sobre lo común. Resultando que la lucha contra la desigualdad desde la dimensión de los distintos grupos —que frecuentemente son protegidos por diversos intereses— y no por simple racionalidad, resulta que permite fabricar minorías privilegiadas, frente a las cuales el ciudadano-número no solo no cuenta, sino que se le infravalora, y es obligado a situarse en un nivel inferior ante ellas. El resultado es que se siente defraudado, porque difícilmente puede considerarse más allá de ciudadano contribuyente a cambio de poca cosa, si acaso, de un bienestar propagandístico, que se desmorona, al que debe contribuir para el disfrute de otros. Aislado, ya no cuenta, por lo que alguno trata de apiñarse en torno a cualquiera de esas sensibilidades diversas que pululan por la sociedad, con la que trata de identificarse, para que los oportunistas que las dirigen adquieran influencia y dinero, a cuenta de los agrupados. De esta manera, ilusoriamente, aunque pierda su identidad como persona, el grupo como elemento diferencial le concede la posibilidad de sentir el reflejo del privilegio. Podría entenderse que agrupado ha mejorado su estatus, aunque teniendo en cuenta que su presencia como número, solamente adquiere mínima relevancia en términos de masa, al ser considerado como uno más del conjunto, dejando claro que la persona se diluye en el anonimato y de ella solo queda el número de control. En todo caso, el hombre común ha sido arrollado por esa búsqueda política de una igualdad ficticia, aunque añorando, en algún caso, el privilegio ajeno.
Aprovechando el poder represivo del Estado, la ciudadanía vive bajo el imperio de la legalidad en interés del orden social, que solo unos pocos eluden. Sobre aquella, a menudo, hay que preguntar si, invocando el término justicia, es realmente justa o se trata de una legalidad de conveniencia. Partamos de que la ley no es la panacea para solventar lo que son desaciertos políticos, al igual que fabricar a diario nuevas leyes de quitar y poner y, ante todo, que legislar prolijamente no es manifestación de entendimiento, sino de incapacidad de gobierno y, sobre todo, un medio para atender intereses minoritarios políticamente rentables, tratando de cumplir, de otro lado, más que con los intereses nacionales, con los intereses globales del capitalismo. Así resulta, que la ley acaba por proteger al grupo y descuidar al ciudadano común porque su voz no se deja escuchar y se ve obligado a emprender cruzadas poco rentables para defender sus escasos derechos de papel, mientras que al grupo de privilegiados se le anuncia con gran pompa y se queda con todos los beneficios legales. Esta es una realidad apabullante de la llamada justicia social que, por ejemplo, priva del derecho a la propiedad —paradójicamente, dogma del capitalismo— al ciudadano común, para que aproveche a los llamados vulnerables de carnet, ante los que el común de los ciudadanos no es casi nadie, jurídicamente hablando, solo el que corre con sus gastos.
Política y comercialmente, resulta que el ciudadano común, individualmente considerado, tiene escaso significado en términos de poder en la panorámica estatal, ya sea política o económica, a la que está adscrito y mucho menos a nivel global. De ahí, que las determinaciones del poder fijen su objetivo en las masas, invocando los consabidos intereses generales y, por ende, en las agrupaciones, por intereses de partido, en busca de votantes agradecidos; lo que lleva a prescindir, en lo posible, del ciudadano-número, dejándole ahí como ciudadano contribuyente. Revalorizar la condición de ciudadano común en términos reales supondría liquidar el elitismo dirigente, misión imposible, porque todavía no se ha llegado a esos niveles de progreso social.