No es el exceso de normatividad lo que convierte al Estado en una maquinaria burocrática eficiente sino la conciencia y las acciones de un pueblo organizado en defensa de la democracia y la división de los poderes autónomos que conforman dicho Estado, cuya función principal es que ésta sea posible, sin interferencia de ninguna minoría ejerciendo el poder. La relación entre democracia y Estado ha estado sometida -como se puede extraer del estudio de la historia humana- a tensiones y confrontaciones; en algunas ocasiones bajo el signo del autoritarismo y del fascismo y otras bajo una situación de ingobernabilidad casi absoluta donde las medidas estatales no son acatadas y se convierten en meras letras muertas, provocando en consecuencia caos y revueltas. Esto nos obliga a entender que las dimensiones emancipadoras de la democracia no se limitan a la responsabilidad comúnmente otorgada al Estado como ente regulador e integrador de la sociedad. La relación dominadores/ dominados, o gobernantes/gobernados, mayorías/minorías, adquirirá entonces una nueva concepción o sentido siendo, en algunos casos, algo paradójico. Además, la universalidad democrática deberá concebirse como pluralismo y no como sectarismo, monopolizándose todos los espacios públicos y limitando hasta los espacios privados, ya que -al margen de la mayoría que vota o decide- se estaría negando la existencia de la democracia, es decir, se estaría creando otra forma de despotismo. Se deberá evitar, por tanto, la imposición de un democratismo, siendo éste una deformación de lo que es, y ha de ser, la democracia.
Como se podrá deducir, la acción política de la democracia no queda circunscrita al control del Estado, en cualquiera de sus diferentes niveles o modalidades. El reconocimiento constitucional del pueblo como la fuente de la soberanía de nuestras naciones no hace sino validar que la práctica de la democracia es extensible a todos los ámbitos en que se desenvuelven las personas; una cuestión que generalmente buscan ignorar los actores políticos, ateniéndose a los preceptos legales existentes, generando en consecuencia conflictos de distintos grados. Para muchos, este reconocimiento constitucional incluye el derecho de los sectores populares a la insurrección (entendida como poder constituyente en acción) al ser ignoradas sus demandas y sus demás derechos ante lo que, quienes se oponen a dicho reconocimiento, aducen que no existiría orden ni respeto a las leyes. Esto supone que los actos de poder arbitrarios serían combatidos y repelidos por la acción política de la democracia, ahora convertida en una democracia directa. La efervescencia y la movilidad que ésta originará servirán para que se amplíen la definición y el ejercicio de la democracia, teniendo como sujeto principal al pueblo organizado.
Los ideales de la libertad e igualdad (vistos como elementos intrínsecos de la democracia) tendrían que redefinirse también a la luz de las realidades impuestas en el mundo desde las últimas tres décadas del siglo XX y que tienen en el individualismo y las asimetrías sociales sus rasgos más resaltantes; lo que ha hecho resurgir la Utopía como alternativa factible frente al modelo civilizatorio actual, carcomido éste por unas crisis climática y económica en ascenso que presagian su final. Lejos de representar una invención ingeniosamente fantasiosa, la Utopía nos desafía a cuestionar seria, objetiva y coherentemente todo aquello que se pretende enmendar y reemplazar en lo político, lo social, lo económico, lo cultural y lo espiritual; en un constante proceso de debate, de construcción y de des-construcción de propuestas que conduzcan a la humanidad a mejorar sus condiciones de existencia y a emanciparse de una manera integral. Como parte de ella, los ciudadanos tendrán garantizada su participación activa en la cosa pública, sin que ésta sea coaccionada por los partidos políticos u otros tipos de organizaciones tradicionales que aspiren el manejo del poder constituido.
La democracia directa es un destino posible. Es parte medular de la Utopía emancipadora que guiaría a los sectores populares en su lucha perenne contra la dominación, la desigualdad, la explotación y las estructuras jerárquicas. Ella propicia, por consiguiente, una libertad afirmativa, tanto en el amplio sentido de lo individual como de lo colectivo. Una democracia directa implica crear (de una forma permanente) las condiciones objetivas y subjetivas que hagan factible transformar, de raíz, la naturaleza burgués-liberal del Estado y el régimen de producción capitalista que lo acompaña y moldea; lo que marcará un verdadero cambio de la historia humana. Sólo faltará creer en su certeza. La realidad derivada de los acontecimientos observados en los primeros años de este siglo confirma que, tarde o temprano, habrá de imponerse este nuevo estadio de la democracia en beneficio de las grandes mayorías populares, en una (r)evolución de mayores dimensiones.