Durante la última década, la lucha contra el feminismo y la ideología de género se ha convertido en una razón de ser de la política ultraderechista, expuesta sin disimulo alguno en foros públicos y medios de información de toda clase en una gran gama de naciones. Un aspecto a resaltar de este discurso ultraderechista misógino es el constante ataque a los derechos logrados por las mujeres en los planos reproductivo y sociopolítico, y por las minorías sexuales, los que han servido para protegerlas de los prejuicios que en su contra fuera una cuestión secular, incluso legalizada. Ven en estos derechos una aberración al orden jerárquico establecido por la «divinidad» y las leyes naturales; por lo que predican que se deben combatir en todo momento, a fin de evitar la destrucción del orden social existente. No aceptan, por lo tanto, una disminución del rol del varón (entendido como pieza básica del patriarcado) frente a la igualación de la mujer y de quienes integran la comunidad LGBTQ, en una manifestación de hipermasculinidad que les compensa el espacio perdido; por lo que, políticamente, son totalmente contrarios a cualquier novedad revolucionaria que promocione tales derechos.
En Venezuela, hace ya cosa de más de treinta años, hubo un escándalo nacional al revelarse las actividades y procedimientos seguidos por una agrupación de laicos católicos proveniente de Brasil denominada Tradición, Familia y Propiedad; lo que obligara al presidente Luis Herrera Campíns a decretar su expulsión del país en 1984. Pero el mal ya estaba hecho. Producto de ésto, germinaron los grupos y los partidos políticos liderados por Leopoldo López, Julio Borges, Henrique Capriles y Alejandro Peña Esclusa, entre otros, que hoy se identifican con el fascismo, teniendo un discurso poco o en nada diferenciado del que pronuncian sus colegas del extranjero, conformando lo que podrá llamarse, con escasa originalidad, red fascista o ultraderechista transnacional. En este país, al iniciarse el proyecto de revolución socialista bolivariana, se hizo visible el odio racial, xenófobo, antiigualitario y anticomunista de la llamada burguesía y de la clase media que la secunda; lo que planteó una polarización política con mensajes de estas clases extraídos de la época de la Guerra Fría. Así, podría rastrearse el vínculo de la extrema derecha interna con la de otros lugares de nuestro planeta, magnificado en la actualidad gracias al auge del internet.
Para los representantes de las «nuevas derechas» (que se presentan a sí mismos como salvadores de la Patria y, comúnmente, cristianos fundamentalistas de derecha) les satisface la idea que las mujeres se conviertan en agentes mantenedoras de su propia subordinación frente a los hombres, anclándose en preceptos religiosos que contradicen los derechos que las amparan y que fueran alcanzados tras una larga lucha en el último siglo. Intuyen, quizá, que estos derechos pueden ampliarse, modificando las estructuras del patriarcado y, junto con él, del modelo civilizatorio en que nos hallamos, propiciando una revolución de mayor alcance a la preconizada por Marx, Engels, Lenin, Mao, Fidel, Che y sus seguidores; pues ésta envolvería no solo su condición de mujer por ser mujer sino que abarca el rol que se le ha asignado en las relaciones sociales y en las relaciones de producción creadas por el sistema capitalista. Se entenderá, por consiguiente, la misoginia, la hipermasculinidad y la nostalgia por las viejas jerarquías que expresan estos representantes de la ultraderecha, aprovechando generalmente la ignorancia de las masas (aunque entre éstas se consiga gente con formación universitaria). Ante semejante cuadro, corresponde a los movimientos revolucionarios profundizar sus principios y objetivos a fin de evitar que coincidan de alguna forma con la actitud y el discurso ultrareaccionarios; y, sobre todo, para que éstos no escalen y alcancen una posición de poder semejante a la alcanzada por sus antecesores históricos hace cien años atrás.
En muchos casos, las diferentes redes de comunicación digitales han sido utilizadas para exponer los discursos de odio de aquellas personas que no logran asimilar la idea de la convivencia, de la diversidad y del respeto mutuo. Su discurso antidemocrático refleja un estado de inferioridad que sólo es compensado de forma anónima, a distancia segura y, a veces, mediante un espíritu de manada, lo que suele ser algo más común. Esto, de alguna manera, refuerza la tendencia de un terrorismo patriarcal, o terrorismo machista, causante de miles de asesinatos de mujeres en varias naciones, los cuales suelen reducirse a lo que generalmente se ha conocido como crímenes pasionales o violencia doméstica, escondiendo la verdadera naturaleza de los mismos; quizás intuyendo que su cuestionamiento abarcaría también a las estructuras sobre las que se sostiene y naturaliza el orden social actual, lo que constituye politizar dicho tema. Esto, hay que recalcarlo, es expresión de la opresión primitiva, estructural e histórica sobre la mujer, por lo que no es extraño que sea parte del discurso misógino de los grupos ultraderechistas, opuestos como lo son a cualquier asomo de cambio que haya. En todo ese discurso se advierte una apología de la violencia con que se hostiliza a todos aquellos que representen ese cambio al cual se le niega espacio y comprensión, se confronta y se teme. Por ello, la misoginia, la hipermasculinidad y la nostalgia por las viejas jerarquías presentes en las creencias y el comportamiento de quienes militan en las agrupaciones políticas conservadoras o ultraderechistas (como aquellas identificadas de izquierda) no pueden catalogarse dentro de los renglones de la pluralidad garantizada por la práctica de la democracia, sino todo lo contrario: como la negación más extrema e inaceptable de lo que es, y deberá ser, justamente, la práctica y la esencia de la democracia.