II
Por los hijos, sobrinos, primos y amigos, uno sabe del estado de ánimo de la gente en las ciudades europeas y suramericanas donde ellos viven y estamos al día de las luchas que dan por la supervivencia. Y sabemos del tiempo, los calores, las nevadas, terremotos y hasta simples temblores, los precios y las angustias. De lo que no hablan en profundidad y detalles es de la política global y los políticos de esos espacios; no sé si por los avatares de la vida a eso poco interés le prestan, como si lo hacían aquí o por excesivo celo de no inmiscuirse en los asuntos íntimos de la casa que visitan.
Aunque si sabemos pequeños detalles como los nombres de los alcaldes de las distintas ciudades extranjeras donde viven los hijos, sobrinos y hasta amigos; tenemos sus opiniones ligeras acerca de ellos. Porque los medios, por una razón u otra, les mencionan. Participan ellos en los problemas de la gente, porque los viven, aparecen de una manera u otra envueltos en todo eso, informan detalles sin opinar o sentenciar y lo mismo sucede con los concejales y hasta los hechos inherentes a los cuerpos policiales.
Pero de acá, nada sabemos del vecino. Anoche, es de lo más frecuente, en la casa del lado derecho a la mía, se metieron dos ladrones; debieron haber armado un tremendo alboroto, pues rompieron la reja y se llevaron dos bombonas de gas de las grandes y nadie nada supo a tiempo. Ellos, los robados, sintieron el tropel y con el mismo teléfono que llaman a los hijos a Europa, llamaron a varios vecinos y a las autoridades; de los vecinos ninguno escuchó nada; sonó y sonó el teléfono y no hubo quien respondiese porque el repique nunca se produjo o le llegó el habitual mensaje, de "no puede ser localizado" y lo que es más sorprendente, "ese número no está asignado a ninguna persona", pese que al mediodía anterior, después de llamarle tres veces, el más cercano le respondió, aunque nada pudieron hablar porque un persistente ruido les cortaba el mensaje. Al fin, se pudo saber de las angustias de los robados o víctimas de los ladrones, porque en la tarde vieron llegar un camión del gas del cual bajaron dos bombonas y el hijo de unos de los tantos vecinos, desde Chile, le contó a sus padres lo que en la casa de al lado había acontecido y como los hijos de estos, desde Chicago, solventaron el asunto a sus padres con la empresa que les presta el servicio.
El domingo en la noche, tres madres, sus nueve hijos y amigos de todos ellos, se reunieron a celebrar el día de la madre, era un salón estrecho para el número de gente allí reunida en día tan especial. Después del saludo y la felicitación por el día, se distanciaron como si estuviesen en un amplísimo desierto. Cada uno de ellos apeló por su pequeño móvil y se introdujo en él, con tanta comodidad que uno para nada llegó a estorbar al otro. Uno que otro que se sintieron solos, se retiraron discretamente sin que nadie de eso se percatara y fueron a otro espacio más pequeño a enchufar en la corriente sus móviles descargados y por breve rato estuvieron esperando, sin angustia pero veneración, que el aparato cogiese un poco de carga para conectarse con el mundo y continuar con la fiesta.
Entre nosotros, hasta en estas pequeñas urbanizaciones y ciudades, donde casi todos nos conocíamos, no sólo se nos dificulta hablar por el teléfono, sino que en la calle misma ya ni nos miramos, pese nos hemos quitado los tapabocas. Caminamos como si fuésemos fantasmas. Adelante, en la acera de la izquierda marchan dos y dos del lado derecho. Y atrás y más atrás de ambas filas, marchan distintas parejas, nadie ve a nadie y menos hablan entre ellos. Cada quien va como sacando cuentas de cuánto necesita y porta. Cada quien va tan metido en sus asuntos, en sus cuentas, sus tragedias, en el jorungarse los bolsillos y las carteras, rascarse la cabeza, que no tiene tiempo de mirar hacia el lado y menos hacia atrás,
¿El alcalde? ¿Los concejales? ¿Los diputados del poder legislativo, empezando por su presidente? ¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman? ¿De dónde salieron? ¿Cuál es su historial? Nadie sabe. Y ellos, los funcionarios, tampoco saben a ciencia cierta para qué están en esos cargos. Les trajeron desde lejos, dijeron, según recuerdan vagamente, pónganse allí, esperen nuestras órdenes, sin saber quiénes les dijeron eso y ellos allá están, administrando lo que les llega, sin saber cómo les llega. Sólo reciben llamadas telefónicas, que por ser muy cercanas, por lo menos como para escuchar cuando les dicen ¡Aló! ¿Cómo estás? ¿Sigues allí?, con mucha claridad. Pero más nada, porque la comunicación se interrumpe y una voz metálica, que sustituye a la primera, le dice "el número que le llamó no aparece asignado a nadie". "Siéntese, espere con calma hasta la nueva oportunidad". "Vuelva a intentar la llamada". Y él, dada la incomunicación, sigue haciendo lo que se le ocurre, que no es más que esperar que algún día aparezca alguien a pedirle las cuentas.
Nadie sabe nada. Pierde su tiempo si le pregunta a la gente. Y para esos funcionarios eso es bueno, pues en un momento dado nadie sabrá nada de ellos. Y menos quienes sienten los problemas, sabrán a quién debieran reclamarle. De repente, si es que en un momento dado toman conciencia del asunto y sienten deseos de reclamar, todos reclaman, pero a nadie. Como que el ministro reclama que se aumenten los salarios, porque mientras marchaba en la cola, intentando pasar desapercibido, gesto habitual que terminó haciéndole olvidar quién era, se puso a repetir los reclamos de los de adelante y los de atrás. ¿No es este este un mundo feliz? Creo que es mejor que el de Huxley.
Pero los problemas del agua, la luz, la escuela, la falta de atención por la salud, los salarios, persisten y hasta se agudizan. No hay nadie a quien reclamarle, porque los teléfonos no están asignados a nadie y la gente ha adoptado una conducta nueva. Vive pegada de su teléfono hablando con quienes tienen en Europa, en USA y hasta en las lejanas islas de Las Malvinas. Saben del clima, la abundancia de manzanas y peras y de las sanciones a Trump por aberrado sexual. Y mientras hablan de estas cosas por el móvil, no escuchan el saludo del vecino y en la calle marchan en filas, unos detrás del otro, sin tropezarse y ni siquiera percatarse que están cerca y que si apuraran el paso pudieran tropezarse. Si llegan a sentarse alrededor de la mesa de un café o en uno de los viejos bancos de la plaza cercana a sus casas, no se mirarán y menos se saludarían, pues están hablando por el móvil de la cotidianidad de Europa y los menos afortunados, distraídos estarán jorungando la basura o mirando al cielo buscando comunicación.
Y quienes manejan este mundo nuestro, los de aquí, que miran lo que han hecho, sonríen de felicidad, pues han logrado, sin luchas, sin exigirle a los amos sacrificio alguno y sin que estos nada entreguen, ni tener que pelearse entre ellos, sino más bien vivir a un lado mirando aquella fúnebre marcha, sin tropezarse, ni enterarse que van unos tras de otros, ocupados hablando con la gente suya, sus hijas, por sus teléfonos, de los asuntos que viven y disfrutan en la lejana Europa. Y los más infelices, mirando al suelo en espera de hallar lo que la lucha, el trabajo y la incomunicación con sus semejantes, les niegan. Quizás de tanto hablar de lo bello que en Europa se vive, algo salga por el auricular, caiga al piso y nada cuesta recogerlo.
Y el supuesto, verdadero o inventado bienestar de los de allá, es más agradable que las vicisitudes de acá. Y a quienes desde allá escuchan nuestros reclamos o quejas, si es que la alegría de allá no nos quita el deseo y necesidad de quejarnos, no les agrada amargarse la vida y prefieren escucharse a ellos mismos.