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Decía Marx que la Historia ocurre dos veces, primero como tragedia, luego como comedia. Nuestra Historia y quizá nuestro inconsciente colectivo provocan que cada tragedia sea seguida por otra que la supera. Las efemérides reestrenan obsesivamente esta trama: un dirigente excepcional parece estar a punto de cristalizar un proyecto indispensable; multitud de pequeños seres conspira para evitarlo; el dirigente es depuesto o muere en circunstancias trágicas o misteriosas, queda el proyecto postergado por los siglos de los siglos venturos hasta que otro conductor lo asume para ser a su vez sacrificado. Príncipes históricos pudieran habernos redimido; ocuparon su lugar seguidores que destruyeron su obra y medraron con los despojos de ella. Estas reflexiones son suscitadas por la apasionante novela de Gerónimo Pérez Rescaniére, La muerte del Príncipe, Fundarte, Caracas, 2020.
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Dejemos para el final al primer príncipe trágico, Antonio José de Sucre. Su antecesor Bolívar muere prematuramente de desencanto, agotamiento y misteriosos quebrantos de salud. Con ambos se extinguen el proyecto de unidad latinoamericana y caribeña esbozado en el Congreso de Panamá, el del trazado bajo nuestro control del canal o canales que unirían los océanos Atlántico y Pacífico a través del istmo centroamericano, el del gran cuerpo geopolítico al que llamamos la Gran Colombia.
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Examinemos su fatal destino. Tras la Independencia, algunos caudillos crearon una nueva oligarquía republicana. Mediante la ley de Haberes Militares de 1817, Bolívar otorgó tierras a los soldados patriotas en pago de sus servicios. Los nuevos oligarcas retrasaron indefinidamente el reparto, compraron a precio vil los títulos a sus antiguos combatientes, se adjudicaron las mejores tierras de la Nación. Contra esta oligarquía aliada de usureros y mercaderes "canastilleros" insurgieron las rebeliones populares de 1846 y de 1859. En ambas desempeñó papel prominente el General del Pueblo Soberano, Ezequiel Zamora, quien despedazó las tropas de la oligarquía en la batalla de Santa Inés. Una bala misteriosa acabó con su vida mientras inspeccionaba defensas en compañía de Antonio Guzmán Blanco. Consecuencias: la prolongación de una guerra ya ganada en Santa Inés; la claudicación de ambos bandos en el Tratado de Coche, una nueva oligarquía liberal que se distribuyó y autoatribuyó las tierras y los negociados públicos, y de la cual salieron millonarios y multimillonarios como el propio Guzmán Blanco, a despecho de las huestes que lucharon con Zamora por Tierra y Hombres Libres.
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Entre estos Príncipes cabría incluir al atrabiliario e irreprochablemente nacionalista Cipriano Castro, quien resiste bloqueos y asaltos de la oligarquía terrateniente aliada con la banca nacional y extranjera, para ser derrocado durante un viaje al que lo fuerza su precaria salud por su más fiel colaborador, el consecuente entreguista Juan Vicente Gómez.
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Ya el lector habrá evocado el nombre de nuestro más reciente Príncipe, víctima de misteriosa enfermedad cuando empiezan a cuajar sus proyectos de una Venezuela y un Alba Socialistas, una América Latina y el Caribe integrados, un control pleno sobre nuestros recursos, un sistema monetario independiente del dólar y respaldado por nuestras propias riquezas, que ostentaba el apellido del más fiel y talentoso de los asistentes de Bolívar: SUCRE.
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Por su talento, por su cultura, su gloria militar y su modestia, por haber culminado con la batalla de Ayacucho la Independencia de América, parecía Antonio José de Sucre no sólo el más evidente sucesor de Bolívar, sino además el más posible ejecutor del proyecto político de éste. Como consigna el narrador de la novela, "Tudor y el mariscal se saludaban con distancia y yo pensaba que debía cuidarse, que estaba sabido como el brazo derecho de Bolívar y como su heredero, dos razones para matarlo".
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Desde el asesinato de Julio César, toda muerte de un Príncipe es anunciada por avisos desatendidos y descuidos inexplicables. Antes del atentado septembrino, Manuelita Sáenz suplica infructuosamente a Bolívar que se cuide y anule a sus enemigos. Cuando Sucre marcha casi indefenso hacia la selva de Berruecos, contra él se cierne una tormenta política que lo señala como continuador y superador del proyecto de Bolívar, con la probable fusión de Venezuela, Nueva Granada, Quito, Perú y Bolivia en un solo gran bloque geopolítico. Es magno designio que suscita el pavor de las oligarquías locales, de Estados Unidos y las potencias Europeas, que quieren una América Latina dividida y reconquistable. No sabemos si Pérez Rescaniére cita textualmente de alguna fuente este episodio escalofriante, que ocurre cuando Sucre deja la casa del Presidente de Nueva Granada, Mosquera:
Ya estábamos subidos a los caballos cuando la señora Mosquera, que había estado bastante callada en el desayuno, se abalanzó con cara de angustia sobre la pierna del mariscal y abrazándola, le dijo:
-¡No se vaya mariscal! ¡No se vaya, que lo van a matar!
El mariscal sonreía conmovido. Respondía:
-No se preocupe doña Matilde. Nadie me va a matar.
Ella continuaba sin soltarle la pierna.
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En la polémica sobre la importancia de la personalidad en la Historia, Maquiavelo y Stalin le reconocen la mitad del poder decisivo, dejando la otra mitad a las circunstancias. Es posible el genio político, así como lo hay musical o matemático. Mientras más brillante, mayor el peligro que corre, por elevarse sobre la mezquindad de su época.
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Preguntémonos cómo criaturas insignificantes abaten colosos históricos. La muerte de todo Príncipe está anunciada, pues persigue una meta colectiva que requiere sacrificio y esfuerzo. El aprovechador va tras su lucro, que requiere concentración y egoísmo. El Príncipe sacrifica su persona al proyecto colectivo; el aprovechador inmola el proyecto colectivo a su persona.
No abandonemos ni Príncipes ni obras a su muerte anunciada.