Al tío Matías, un gigante, pero niño al fin, le mató un carro diminuto

Fragmento de una de nuestras últimas novelas, "Cuando quisimos asaltar el cielo", que espera ser editada.

El narrador, un militante clandestino, viaja de Mérida a San Cristóbal, llamado a esta ciudad con urgencia, dada su responsabilidad y competencia, para discutir y resolver un asunto urgente, emergido de la lucha interna del "partido" en los tiempos de Leoni; sentado cómodamente en el autobús, piensa y habla con el lector de una infinidad de cosas. Una de ellas envuelve al "Tío Matías", un personaje real y fascinante.

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Empezó por recordar a su tío Matías. Cuando le vio por primera vez entrando al rancho de la familia quedó impresionado. Nunca antes había visto un hombre tan alto y corpulento. No era como esos que ahora se ven con frecuencia, altos y delgados, "puyas para locos", como dice coloquialmente la gente. No, el tío Matías era una torre diseñada para levantar plataformas y soportar pesos descomunales y de tanta altura que "parecía una mata de coco" anormal, por lo ancho o grueso de su tronco. Andaba por allá, los dos metros y pico largo y su cuerpo ancho y musculoso. La ropa que llevaba puesta, lo que incluía un paltó o saco todo ello de caqui, lucía como si en cualquier momento soltaría las costuras.

Sus pies eran enormes, tanto que sus zapatos sobresalían en demasía de los ruedos de sus pantalones de piernas anchas. Sus pisadas hacían que el suelo resonase como si marchase una larga fila militar de aquella que los domingos bajaban del castillo y recorrían parte del pueblo y llegaban a nuestro barrio, donde a la orden de sus comandantes, daban la vuelto para regresar al cuartel que estaba en el viejo fuerte coloquial cumanés, conocido como castillo "de la Eminencia".

El tío parecía lo hubiesen hecho más bien para la lucha libre y con ventaja. Uno le veía desde abajo, cual un gigante y figura como traída de alguna parte para actuar en uno de aquellos circos que por épocas aparecían en el pueblo. Frente a él, uno parecía un David carajito y por demás disminuido.

Su entrada al rancho, era ya un espectáculo. Debía agacharse en las puertas y colocarse de perfil para poder entrar y hasta se veía obligado a usar los marcos de aquella como puntos de apoyo para impulsarse. La vivienda y, sobre todo los marcos de entrada, parecían ante él como cosas de juguete. Era cual un animal muy grande entrando en una jaula que le quedaba pequeña.

Su madre, quien verdad era sobrina del tío Matías, como suele hacerse en estos casos, señalándole, dijo a éste:

-"Tío, éste es mi hijo menor"

-"Hola sobrino, cómo estás, gusto en conocerte"

De esa manera se presentó el tío Matías la primera vez que le vio; luego que, con evidente esfuerzo, entró a la ahora muy estrecha sala de la humilde vivienda. Su impresión fue grande. Se quedó en principio alelado porque le parecía que estaba reviviendo uno de aquellos cuentos de "Gulliver en el país de los enanos", que había leído en la escuela. Cuando el gigante le tendió la mano a manera de saludo y presentación y tomó la suya, sintió una sensación extraña, peso y fuerza descomunales. Aquel "gigante" que vio no hacía mucho en el circo de colombianos que se asentó por días por los lados de la "Copita", el mismo donde vino Blackman o Blacamán, como decíamos, parecía al compararle con el tío, como una cosa de juguete.

Pero también algo más extraño aún. Aquel hombre gigantesco hablaba con voz de niño. No se correspondía con aquella montaña humana. Parecía no salir de aquel cuerpo enorme, sino venir de otro sitio u otro cuerpo escondido. Era un extraño, como simpático espectáculo mirarle de largo a largo, de abajo a arriba y luego concentrar la vista en sus labios mientras hablaba. No podía creer que aquella voz fuese la del tío Matías. Esta circunstancia le produjo una simpatía mayor hacia aquel fantástico hombre y perder el temor que a la entrada le produjo.

-"Bien tío. Me agrada conocerte. Había oído hablar de ti y de tu tamaño. Pero nunca pensé que fuera tanto".

Sí, había oído en las tertulias familiares hablar del tío Matías; se le mencionaba casi con la misma insistencia que a la "Tía Panchita", aquella que percibía los temblores cuando aún andaban por el fondo de la tierra. Hablaban siempre de aquél, quien en esos días andaba por Barquisimeto, de su corpulencia, pero jamás que fuese como el hombre que ahora estaba frente a él y que, para mayor curiosidad, hablaba como un niño. Esto hizo que se sintiesen cerca y rápidamente se identificasen y surgiera un gran afecto, más íntimo y emocionado que aquel derivado de saberse sobrino y tío respectivamente. El hablar redujo el atosigante y asombroso impacto de su presencia física.

Hasta que volvió a la ciudad de dónde había venido, el tío Matías, le dedicó casi todo el tiempo que duró la visita, que fue de unos quince días. Después de atender los asuntos por los que había regresado a la ciudad natal, distintos a lo de ver la familia y renovar los afectos, lo que le llevaba toda la mañana, iba a visitarle. Pocas veces se tomaba la molestia de entrar a una casa que le hacía sentirse como quien entra y sale por un orificio estrecho y obliga a contorsiones complicadas. Prefería anunciarse con su atiplada voz de niño, desde casi el medio de la calle usualmente solitaria, para saliese a recibirle.

Los dos se sentaban en un improvisado pero sólido asiento, formado por el tallo de una mata de cují que se desplazaba horizontalmente un breve trecho, para luego levantarse y dispersar sus ramas que proporcionaban un techo generoso. Los rayos del sol que, al mediodía cuando el tío Matías llegaba, se desparramaban con fuerza, eran detenidos y se podía estar allí frescos y cómodos. Los vientos venían de por allá de los lados de la playa y tomaban velocidad en la sabana y luego serpenteando por las calles del barrio, entraban raudos, limpios, fríos y sin salitre, pues lo había dejado en su veloz y largo recorrido.

Siempre que llegaba a la puerta del rancho a buscarle, el tío llevaba guindando de la mano derecha, sin demostrar esfuerzo alguno, un recipiente de unos cinco litros lleno de agua, con trozos de hielo que se bamboleaban y hacían que parte del agua se desbordase. Al regreso, el recipiente iba vacío por saciar la sed que al tío le producía el calor de la caminata, pese el refrescar de la ventolera.

El tío le hablaba de la incomodidad que significaba "ser tan grandote". El llamar la atención por donde pasase, sentir sobre sí la mirada de todos aquellos que a su lado pasasen y que desde lejos le señalasen y hacia él dirigiesen la atención.

Lo de ser seguido por bandas de muchachos, como si fuese una comparsa y alrededor suyo bailasen, corriesen, montasen una fiesta y le estorbasen su marcha.

De no saber lo placentero de pasar desapercibido y no escuchar que digan de manera imprudente, a tu paso, "mira, mira allí va el gigante". No experimentar las serias dificultades de introducirse en un autobús y allí sentarse con comodidad o ir de pie pero cómodo, sin tener que inclinarse de manera por demás tensa y cansona, poder entrar a un automóvil. No ser molestado o apostrofado por alguien en algún espectáculo, sentado detrás suyo porque no puede ver. Del fastidio y lo cansón de buscar ropa o calzado que "a uno pueda servir o encontrar a alguien dispuesto a elaborárselos".

"Este enorme cuerpo, sobrino, reclama comida como no tienes idea y me resulta imposible dormir en cualquier cama. Por lo general, las que encuentro, donde vaya, me resultan chiquitas, endebles y cansonas, por lo que el insomnio me aniquila. La mayor de las veces debo dormir en el suelo".

Pensó un rato, como escogiendo las palabras para expresar lo que iba a decir, se movió sobre el asiento y de allá arriba, de las ramas más altas, cayó una lluvia de "maracas" del cují y una espesa nube de diminutas hojas secas.

"Hasta conseguir y conservar compañera es asunto demasiado complicado".

Dijo eso como con tristeza, calló un rato por demás largo, tomó un sorbo enorme de agua y agregó, sin antes suspirar profundo:

"Todo me resulta difícil y por demás incómodo"

Con esta última frase generalmente cerraba el tío todo comentario acerca de lo que significaba soportar su corpulencia.

Pero aquel tío lucía por demás bondadoso. Es suficiente con recalcar el tiempo que dedicaba a sus conversaciones con el sobrino que iban mucho más allá de las incomodidades de ser gigante; de las oportunidades de allá donde vivía; de la necesidad que rompiésemos el cerco que nos tendía el pueblo sin dolientes. Que nunca llegaba con las manos vacías. Además del recipiente de agua, siempre cargaba para el sobrino, frutas, golosinas y cuanta cosa agradable encontrase en el camino.

Y su voz aflautada, siempre llegaba con una enorme reserva de chistes que ayudaban que el espacio debajo de la mata de cují se llenase de risas y sacasen la triste atmósfera creada por las calamidades previamente comentadas.

La noticia le llegó en un susurro de la tía Rafaela. En el fogón estaba su madre, en verdad la sobrina de Matías, prendiendo el fuego para preparar la comúnmente frugal cena o "comida", como aquella gente solía llamarla.

"A Matías lo atropelló un carro y lo dejó muerto largo a largo".

Así habló la hermana de su madre, con intención de ser discreta para que el jovencito no se enterase, por lo menos de inmediato. Es una habitual costumbre, que esas noticias al principio se suministren con recato, sobre todo para no sobresaltar a los muchachos.

Pero un susurro, lo que se llama un susurro, un hablar quedo, es un ejercicio muy difícil para aquella gente de la costa, donde se habla siempre como si se hiciese para multitudes, cual si el ruido amplio, profundo y en cascada de la ola, estuviese en medio de los contertulios. Por eso, sin proponérselo, sin indiscreción alguna, de inmediato supo la noticia.

Luego vinieron los comentarios e informaciones nuevas. Allá en la ciudad donde vivía el tío Matías y a la cual había regresado no hacía mucho, un Volkswagen:

"Uno de esos carros alemanes chiquitos se lo llevó por delante".

Así, de esa desenfadada manera, como si fuese fácil "llevarse por delante" al tío Matías, aquel campesino, que no hacía mucho había llegado al barrio, también grandote y todavía muchacho, a quien llamaron "Ordinario", describió el accidente que acabó con la vida del gigantesco tío.

Siempre pensó, como ahora cuando el autobús sobrepasa el espacio del Páramo del Zumbador y se enfila hacia La Grita, envuelto en una espesa neblina, bajo aquel intenso frío, pese al calor que emana del cuerpo de la muchacha que ya no halla como estrechársele más, no era posible que uno de esos "minúsculos carritos", pudiese dañar la humanidad del gigantesco tío, hasta quitarle la vida.

Es más, al pensar en el tío muerto, no le veía sentido. Estaba construido como para durar toda la vida. Como un cují enorme, parecido al ubicado frente del rancho, a quien nadie, ni los más viejos del barrio, recordaban alguna vez verle pequeñito. Era tan o más fuerte y gigantesco que aquellos peñeros que se utilizaban para transportar los trenes de pesca a la otra costa, movidos por seis u ocho remeros musculosos e incansables; sólidos barcos y sanos que se carenaban sólo de vez en cuando San Juan bajaba el "deo".

- "¿Cómo un minúsculo vehículo, todo lata por delante pudo haber matado a aquel tío fuerte y construido para ser inmortal?

Recordó la escena en la aquel cerdo de apenas unos cuarenta y cinco kilos, que en la tarde de un veinticuatro de diciembre, embistió al Volkswagen de un amigo, quien precisamente andaba en correrías para comprar pernil para que su madre hiciese las hallacas.

El animal se vino de frente contra el vehículo que iba a marcha moderada. Se produjo la colisión, pese al esfuerzo del conductor por evitarla. Aquél rodó por el suelo unos dos o tres metros y quedó inmóvil, aunque vivo. Al carro se le destrozó toda la "trompa" y quedó paralizado como el cuadrúpedo. Se ahorró un poco en el pernil pero hubo de gastar mucho en volver su máquina a la vida.

Por aquello, justamente, le parecía inaceptable e imposible la versión de "Ordinario" sobre la muerte del tío Matías. En ella se le reducía a la condición de un insignificante cerdo de cuarenta y cinco kilos. Que de paso, no murió por efectos inmediatos de la colisión, sino que hubo de sacrificársele.

Por eso, sin decirle nada a nadie, se recreó en historia o versión de más nobleza y contundencia; que al tío, allá en la ciudad donde vivía, le había arrollado un autobús enorme cargado de pasajeros.

El conductor, respaldado por la versión de algunos testigos presenciales, todos pasajeros, dijeron que nadie había visto a aquel hombre cuando atravesaba la vía.

Pero el tío era grande, fuerte, como una enorme torre y generoso como un niño. Debió, como siempre, llamar la atención de todos y ser la atracción de los muchachos quienes le seguían y le hacían rueda. Es imposible imaginárselo pasando desapercibido y caminando íngrimo y solo por esas calles de Dios.

¿Cómo no vio nadie al tío, el conductor del autobús, los pasajeros? ¿Y a la ronda de muchachos? ¡Menos mal que ninguno de éstos resultó lesionado! ¡Admirable, no!

¿Sería que el tío, aquel descomunal cuerpo, se hizo gaseoso, o neblina y nadie le vio, ni los muchachos mismos quienes siempre se le pegaban por dónde pasase? ¿Por eso no le acompañaban? ¿Existió el tío Matías?



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Eligio Damas

Militante de la izquierda de toda la vida. Nunca ha sido candidato a nada y menos ser llevado a tribunal alguno. Libre para opinar, sin tapaojos ni ataduras. Maestro de escuela de los de abajo.

 damas.eligio@gmail.com      @elidamas

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