Todo ser humano es susceptible a la crítica. Especialmente, aquel que se halla ejerciendo funciones de poder, por lo que la crítica se convierte en una acción incómoda e intolerable, sobre todo si proviene de personas que, se supone, tienen una misma ideología o militancia político-partidista. En términos criollos, suele invocarse la máxima popular que señala que «los trapos sucios se lavan en casa» con lo que se busca acallar y estigmatizar cualquier señalamiento que sea visto como un ataque a la autoridad, con lo cual se pudiera inferir que todo poder, aún el ejercido bajo los cánones de la democracia, siempre tenderá a ser un poder despótico o arbitrario y, en consecuencia, será un poder de esencia antidemocrática, por mucha propaganda que se difunda para convencernos de todo lo contrario. En un sentido general, todo poder cumple una función negativa, excluyente y represora que, a su vez, genera una acción (consciente e inconsciente) de resistencia y cuestionamiento entre la población gobernada. Esto marca una dualidad escasamente resuelta y, poco menos, evitable, dadas las múltiples ambiciones que tienen lugar en el mundillo político.
También ocurre que quienes ocupan cualquier cargo en las distintas estructuras del poder público suelen "olvidar" que el mismo tiene como origen el voto popular, expresión de la soberanía nacional, establecida en toda Constitución que se conozca a nivel mundial. Pero muchos se precian de ser bendecidos por la suerte o la providencia (al modo de los antiguos monarcas absolutos), o ven así recompensados sus esfuerzos y lealtades al adherirse a una organización con fines políticos y a sus dirigentes más relevantes; por lo que no se sienten obligados a rendir cuentas al «populacho». Muchas veces, como ocurrió en el siglo pasado en Italia, Alemania, la Unión Soviética y Cambodia, la tendencia es provocar un efecto disuasivo que minimice y erradique toda disidencia interna, creando la ilusión de una unidad partidista y nacional sólida y monolítica. Más aún, cuando surgen en el horizonte nuevas exigencias políticas y se tienen que confrontar otras realidades sociales, culturales y económicas para las cuales no se tuvieron los escenarios previstos de antemano y se carece de la suficiente capacidad para comprenderlas y ajustarse a las mismas.
Quienes gobiernan por mucho tiempo acaban por aferrarse al poder de una manera irracional y enfermiza. Eso es una realidad constatable a lo largo de la historia. Rodeados por sus adulantes y acosados por sus demonios internos, crean barreras protocolares que acaban por distanciarlos del pueblo. Es aquí cuando las «amenazas» de la crítica comienzan a generar una especie de paranoia entre los estamentos gobernantes, azuzándolos a reprimir toda manifestación contraria a su estatus, no importa si es algo que viole las leyes y los derechos humanos, pasando de un simple ostracismo o destierro a la decisión de eliminar físicamente a aquellos que osan transgredirlo. Algo de lo cual no podría excusarse a ningún régimen, siendo la razón de Estado la fuente frecuente de sus justificaciones.
En esta situación invariable, la ética y la política, aunque debieran conjugarse o amalgamarse en un todo, se rigen por lógicas que son contrarias entre sí, lo que hace que su estudio y explicación tengan más complejidad de la que pudiera inferirse, dado el sentido común predominante. Por ende, será necesario que la mayoría subordinada (o gobernada) se organice y tome conciencia de cuál es el rol que le corresponde asumir en la construcción y defensa de los valores democráticos que deben guiar su conducta; lo que servirá de muro de contención a los diversos excesos que pudieran cometer quienes se presentan a sí mismos como sus guías y salvadores, atenazados, como lo estarían, por las «amenazas» de una crítica que siempre sería transgresora.