Los revolucionarios solemos cometer el «error imperdonable» de creer siempre en un cambio radical y real de la sociedad en tanto «otros» buscan aprovecharse de ello para lograr su propio beneficio material, engañando al pueblo y distorsionando los valores de la Revolución. Con una plena conciencia de la dificultad y de la responsabilidad que supone iniciar un proceso de cambios revolucionarios en cualquier nación donde la ideología que prevalece es la inculcada desde hace largo tiempo por las clases dominantes, los revolucionarios deben batallar constantemente contra los elementos corruptos y corruptores de un modelo civilizatorio que privilegia el egoísmo, la competencia y la codicia, en el cual se da por sentado que el éxito individual es (y debe ser) fruto de la habilidad desarrollada para alcanzar la meta propuesta. Por eso, la honradez y la virtud siempre serán vistas más como un estorbo por quienes son envilecidos por la corrupción del poder que como los ideales que habría que encarnar; lo que produce no pocos roces entre aquellos que se hallan en uno u otro límite.
Al respecto, son muchos los ejemplos que pudieran extraerse de todas las experiencias revolucionarias fallidas producidas a nivel mundial, en cualquiera de las épocas de la historia. Uno de esos ejemplos, quizás el más sobresaliente, sería el de la Unión Soviética bajo el totalitarismo personificado por Josef Stalin, quien -a semejanza de Adolf Hitler en Alemania- reprimió toda disidencia, incluso aquella que tenía como base de sustentación las palabras del máximo líder de la Revolución Bolchevique, Vladimir Lenin, develando la incongruencia que se presentaba entre el discurso y la práctica de la burocracia gobernante frente a la realidad de explotación y coacción sistemática padecida por la población «emancipada». Lo mismo puede afirmarse en relación con los regímenes de la democracia representativa, los que supuestamente se encuentran en la mayor escala de la organización y del consenso políticos aunque sean protagonistas de represión y terrorismo de Estado o, como en el caso de las grandes potencias occidentales, especialmente Estados Unidos, que intervienen en los asuntos internos de otros países a fin de imponer sus intereses, violentando toda noción del derecho internacional que éstas mismas crearon.
Una de las cosas que resalta entre tales ejemplos es que quienes se acostumbran a gobernar por mucho tiempo acaban por aferrarse al poder de una manera irracional y enfermiza. Rodeados por sus adulantes y acosados por sus propios demonios y sus deseos de igualar la vida presuntuosa de aquellos que han disfrutado durante mucho tiempo de los privilegios derivados del poder, se distancian del pueblo y son propensos a desatar todo tipo de represiones, amparados bajo el pretexto de actuar por razones de Estado ante las pretensiones de quienes les adversan y cuestionan, buscando, en algún caso, su desplazamiento del poder. Esto hace que la mayoría busque, a su vez, emular lo hecho por la clase gobernante, muchas veces sin tomar en cuenta si esto es o no algo ético. En este punto, afloran las contradicciones entre lo que se predica oficialmente y lo que se hace al margen de cualquier normativa vigente, colocando a los revolucionarios frente a un dilema que, mayormente, tardan demasiado en resolver, lo que facilita la entronización de facciones separadas ideológicamente de lo que debiera ser una verdadera revolución social, política, económica y cultural, pero raigalmente entroncadas con el viejo orden que se busca transformar y, eventualmente, erradicar. Bajo tal circunstancia, la reacción es, generalmente, de frustración e impotencia cuando no de abierto enfrentamiento.
Otra cosa que olvidan muchos revolucionarios es que la libertad entendida como no dominación tiene que traspasar los límites de una lucha dual o binaria y excluyente, como se ha visto repetida a través de la historia más remota de la humanidad. Eso es algo intrínseco al concepto de revolución, por lo que su logro tendrá que ser una meta constante, sin más limitaciones que aquellas que la permitan, sin perjuicios a otros seres humanos y al conjunto de la sociedad, aunque esto mismo sirva de excusa para constreñirla y condenarla. En este sentido, las viejas concepciones revolucionarias aprendidas y enarboladas en el pasado habrá que trascenderlas y enriquecerlas, necesariamente, con los aportes extraídos de las exigencias y las nuevas experiencias de lucha de nuestros pueblos, modernizándolas en un sentido amplio y evitando su ortodoxización. Además, habrá que desprenderse del sentimiento de pertenencia o de afinidad ideológica que pueda generarse sólo porque la nueva clase política maneje un vocabulario en apariencia revolucionario, pero que, a la luz de su conducta, representa todo lo inverso. Ello impedirá repetir los mismos errores cometidos en diferentes épocas y naciones al intentar llevar a cabo una revolución que reemplazara al viejo orden establecido; sin darle tregua a las tradiciones y a los diversos convencionalismos que la dificultan, producto de los tantos tiempos de dominación a que se han visto obligados a padecer, indiferentemente, los seres humanos en todo el planeta.