En el discurso pronunciado el 24 de junio de 1983 en el Palacio de las Academias en Caracas, José Manuel Briceño Guerrero expuso lo que ha sido, de hecho, por más de un siglo, la religión laica de los venezolanos. Resaltó que «el culto oficial a Bolívar, característico y definitorio del Estado republicano, no guarda continuidad con la presencia innominada de Bolívar en nosotros más cerca de su corazón que de sus actos. El poder político venezolano, después del corto lapso de estupor que siguió al parricidio, recuperó el cadáver de Bolívar y lo hizo objeto de un culto supersticioso que encubre el terror de su resurrección y garantiza su muerte, separándolo de la tierra donde podría germinar». Desde el momento que la clase gobernante de Venezuela, encabezada por el General en Jefe y presidente José Antonio Páez, le levantara la medida de proscripción y exilio, decidiendo la repatriación de sus restos desde la República de la Nueva Granada, el Libertador Simón Bolívar ha sido objeto de una veneración interesada de parte de aquellos que se han escudado tras su nombre con fines completamente opuestos a los que él trazara para emancipar al país (junto con el resto de nuestra América) y consolidar definitivamente su independencia sobre las bases de una república sólida, ejemplar y enteramente igualitaria, justa y democrática.
Al indagar respecto a la personalidad, los hechos, el pensamiento y el legado histórico de Simón Bolívar se debe estar en disposición de sostener un debate teórico, político y cultural que no solo permita comprenderlo y ubicarlo en el tiempo sino también establecer su conexión con el presente de luchas de nuestra América, sin que ello sea obstruido de algún modo por los prejuicios sembrados por las historias oficiales y el nacionalismo parroquial de nuestros países, según la ideología y los intereses de las minorías dominantes. Se debe considerar, como lo apunta Néstor Kohan en su obra «Simón Bolívar y nuestra independencia. Una mirada latinoamericana», que «la historia no es sólo la historia de las clases dominantes. Ellos, los poderosos, las elites, las clases dominantes explotadoras, no son los únicos protagonistas del drama humano. Al mismo tiempo y en paralelo, hay una historia de los de abajo, de las clases populares, de las clases subalternas, de las clases explotadas y de los pueblos oprimidos. Quien no enfoque su mirada hacia esta última terminará confundido, cantando alabanzas, consciente o inconscientemente, a los poderosos y a los (hasta ahora) vencedores. Para vencer hay que aprender —en el pasado, en el presente, en el futuro— a ver al pueblo actuando de pie, no sólo de rodillas, pasivo y como simple 'base de maniobra'».
Durante mucho tiempo, Bolívar y los demás grandes personajes de la nacionalidad fueron sometidos cada año a la liturgia de efemérides, donde los oradores y participantes resaltan sus cualidades, pero sin mencionar que eran hombres y mujeres de su tiempo, comunes hasta cierta medida, que supieron (o se vieron forzados) comprender cuál debiera ser su rol en el desarrollo de los acontecimientos en que se hallaron envueltos; quitándoles esa aura de gente predestinada con la cual sería muy difícil igualarse. Esto nos conduce a una evasión permanente hacia un pasado heroico y glorioso que, en vez de emularse, ocasiona entre el pueblo un sentimiento de frustración generalizado. Ese carácter de elegidos divinos que se les atribuye a estos hombres y estas mujeres obstaculizan, de un modo u otro, la conciencia histórica que debiera servir como elemento de la nacionalidad. Con Frantz Fanon, cabe decir que «el hombre colonizado que escribe para su pueblo cuando utiliza el pasado debe hacerlo con la intención de abrir el futuro, de invitar a la acción, de fundar la esperanza». En dicho caso, el culto creado en torno a Bolívar por aquellos que se han considerado a sí mismos como dueños de la historia lo alejan de lo que debiera conformar una relación de continuidad con los acontecimientos que, de algún modo, fueron determinantes en la fisonomía histórica venezolana y no simple anécdota familiar que se transmite de generación en generación como una cuestión única sin que haya ocurrido nada más que este episodio, digno de estudiar, actualizar y rememorar con criterio de objetividad.
La línea de continuidad histórica que han pretendido establecer los distintos gobiernos con la gesta bolivariana no debe ser un impedimento para acceder a una mayor aproximación, asimilación y comprensión de quien fuera el Libertador Simón Bolívar, sin que esto se entienda como su aislamiento del resto de los impulsores de la independencia, fueran hombres o mujeres, militares o civiles, de extracción social alta o baja. En palabras del historiador Germán Carrera Damas, «la conciencia histórica tradicional venezolana quiere que el pasado heroico, y específicamente Simón Bolívar, sirvan a un tiempo de acicate y de escudo que permitan compensar las alegadas deficiencias estructurales del pueblo venezolano. Bolívar ha de ser un paradigma, siempre presente, pero inalcanzable en su perfección por cuanto le sirve de base un patrón deificado. El pueblo cumple, en estas circunstancias, un rol más bien receptivo, por no decir pasivo; el cual, por otra parte, se corresponde con el que, según la historia patria, desempeñó en los momentos cuando la excelencia del paradigma -o sea durante las guerras de independencia- llevó ese pueblo a realizar tareas que estaban muy por encima de sus facultades demostradas, antes y después». Esta conclusión es lo que hace necesario estar prevenidos con la conveniencia de sostener el culto a Bolívar, tal como se ha estilado desde la primera magistratura de Páez, pese al reconocimiento de su necesidad, a la manera de entenderlo Nicolás de Maquiavelo o Antonio Gramsci cuando plantean que se debe recurrir al mito, de manera que este sirva de motor para impulsar y nutrir la acción y la organización que hará factible la transformación o la conservación de la nación y, junto con ella, principalmente, la realidad política, económica, social y cultural vigente de nuestra nación.