Ya nadie niega la conexión íntima de las relaciones sociales y el modo de producción generado por el sistema capitalista, lo que incide, en uno u otro modo, en la percepción que se tiene del mundo y, obviamente, del modelo de civilización en que se hallan viviendo las personas. Tampoco se podrá negar la existencia de los antagonismos sociales que dicho sistema produce, lo que se refleja en lo descrito al comienzo, tanto en el orden interno de cada nación como en el orden internacional entre naciones periféricas y centrales, con dominio de estas últimas; sin dejar de mencionar la situación de rivalidad entre éstas mismas por alcanzar la primacía absoluta a nivel global. Nada, al parecer, está bajo control. Las reglas elementales de la economía están siendo sacudidas por la desigualdad social que ésta engendrara, lo que afecta la percepción de los mismos capitalistas respecto al futuro. El desplazamiento de los flujos de capital de la economía productiva a la economía financiera ha incidido en la generación de tensiones sociales y económicas que terminan por expresarse y concretarse en posiciones políticas de carácter decididamente antidemocrático como paliativo ante la crisis sistémica y global que se sufre.
En el albor de la transformación económica que hará del capitalismo el sistema económico hegemónico a nivel global, cuando los avances científicos y tecnológicos auguraban una era de felicidad y de satisfacción material universal e infinita para la humanidad, el progreso y el desarrollo se convertirán en parte esencial de la utopía esperada. Algo que, con alguna variación presenta el Manifiesto Comunista, cuando plantea el establecimiento de "una asociación en que el libre desarrollo de cada uno será condición del libre desarrollo de todos". La modernidad hegemónica que surgió de este episodio histórico en la Europa de hace poco más de trescientos años y que terminó por extenderse al resto de los continentes impuso la separación del ser humano respecto a la naturaleza y respecto a sí mismo mediante una serie de paradigmas jerárquicos, binarios y dicotómicos que han servido para justificar la dominación, la discriminación y la explotación de unos pocos sobre una amplia mayoría. Es lo que hicieron las naciones colonialistas, imperialistas y capitalistas de Europa, luego seguidas por Estados Unidos, en África, Asia y nuestra América; «en esa perspectiva -como lo resalta Ramiro Ávila Santamaría en su libro 'La Utopía del oprimido'- hubo dos enfoques claros: la historia del mundo era única y exclusivamente la historia de Europa (eurocentrismo), y la historia de Europa era la de las clases dominantes». Europa se inventa a sí misma como la "cuna de la civilización", negando, degradando e invisiblizando la existencia de la historia, la religión y las culturas de los demás pueblos del mundo. Según Ávila Santamaría, en una manera violenta y traumática, «los indígenas acabaron por ser, en unos casos, pueblos que se encontraban en una especie de minoridad, que tendrían que ser mestizos y madurar aprendiendo de los europeos; en otros casos, pueblos sometidos que nunca podrían ser como los europeos». De esta realidad impuesta, emergerán el colonialismo y la colonialidad que, aún sin reconocerse su existencia entre quienes los sufren, tienen una honda influencia en el devenir histórico de nuestros pueblos.
La disparidad entre el crecimiento de la productividad (lo que asegura la tasa creciente de ganancias de los grandes grupos capitalistas) y el incremento que pudieran tener los salarios de la masa trabajadora constituye un enorme desafío por resolver para el sistema-mundo capitalista. En el mundo contemporáneo, tener un trabajo ya no equivale necesariamente al disfrute de un estándar de vida decente y/o aceptable, con el cual se puedan satisfacer todas las necesidades de una persona o familia. A estos factores se suma la sobreexplotación de los recursos más allá de la capacidad ecológica regenerativa de nuestro planeta, lo que expone a la humanidad y, con ella, a todo el conjunto de seres vivos, a un panorama de dimensiones catastróficas e inexorables; lo que ya comenzó a surtir sus efectos a nivel ecológico, social e individual, sin mucha preocupación de parte de quienes controlan gobiernos, mercados y capitales.
Para muchos de los revolucionarios actuales, así como en los dos siglos pasados, la viabilidad de la autogestión obrera en las empresas sigue constituyendo un viejo anhelo de quienes proclaman un cambio estructural del modelo civilizatorio burgués-capitalista bajo el socialismo revolucionario. Esta democracia proletaria, de ser profundizada y ejercida al margen de la lógica del capitalismo, sería el germen de la sociedad de nuevo tipo, transformada radicalmente por las nuevas experiencias y organizaciones de poder popular que surgirían, ya con un carácter decididamente revolucionario. Para lograr este nivel, tendrá que diferenciarse sustancialmente de lo que ha sido la actuación clásica de las organizaciones sindicales, dado que su ámbito de acción tiene que apuntar a algo más que el incremento salarial y algunos beneficios socioeconómicos que, si bien ayudan a los trabajadores a sobrellevar su existencia material, no son trascendentes para la construcción de una sociedad de nuevo tipo, de carácter decididamente humanista, socialista o comunista, en vista que tales conquistas no cuestionan, en el fondo, la vigencia del sistema capitalista. No pueden simplemente repetir los mismos principios de la economía capitalista. La eficacia, los costes mínimos, la maximización, la optimización y la racionalidad funcional presentes en toda empresa capitalista (dirigidos al consumismo y no a la satisfacción de necesidades reales) no pueden regir, de la misma manera, lo que sería la autogestión obrera. Esto exige, adicionalmente, que haya una dirección unificada de la economía, que responda a una concepción cooperativa del bien común en lugar de los intereses egoístas de una minoría. Tendrá que resolver el dilema de la justicia distributiva a que se enfrenta todo gobierno, así como el equilibrio que debe existir entre el crecimiento y el consumo social.
La cosificación de los productos y relaciones humanas, gracias a la actividad económica del sistema capitalista globalizado, sumada al desarraigo de la democracia como concepción y práctica ideológica orientada a cimentar y ampliar la soberanía de los sectores populares, se ha extendido a la mayor parte de nuestro planeta. Se vive un creciente y alarmante desarraigo entre la gente respecto a los distintos valores que debieran guiar el orden social en general, lo que sería impensable de continuar privando la lógica capitalista en todas nuestras relaciones. Por ello, aunque parezca ilusorio, imposible y difícil, la autogestión obrera, vista como el germen de la transformación revolucionaria del capitalismo, desde una perspectiva absolutamente novedosa y humanista, es una de las opciones con que podría revertirse este proceso de degradación, autoritarismo y crisis que corroe el sistema capitalista mundial.