Quino ha sido un héroe en la lucha por pensar con independencia. Me pregunto cuánto hubiéramos dejado de entender o nos hubiera costado más entender si no hubiera sido por él y otros como él. Sabríamos y comprenderíamos mucho menos de lo poco que sabemos y comprendemos sobre el mundo.
Él y Charles Schultz nos enseñaron ese arte difícil y riesgoso de ser inteligente. La inteligencia, como toda virtud, porque puede acarrear graves consecuencias a quien la ejerce desprevenidamente y sin poder que respalde su tendencia a la heterodoxia. Cuando Quino irrumpe en el panorama ideológico, el pensamiento —de algún modo hay que llamarlo— estaba reducido a rumiar ideas manidas y a pocos importaba si eran falsas o idiotas. A Quino sí, entre otros. Entonces generó a Mafalda y sus otros libros de dibujos, como arma de contraataque, para delatar la falsedad y la idiotez de esas ideas. Con él descubrimos que también se podía —y se debía— ser inteligente. Fue una época, segunda mitad de la década de 1960 y bien entrada la de 1970, en que se puso de moda ser despabilado y no dejar pasar una necedad sin reírse de ella. Incluso los brutos intentaron ser inteligentes, hasta que se cansaron y se volvieron a imponer, como hasta ahora. Enciende la televisión y los verás campear. Revisa la nómina mayor de la Casa Blanca y verás cómo nos tienen en sus manos.
Dije Schultz con Charlie Brown, pero hubo también multitud de otros dibujantes que nos ayudaron a entender tantas cosas: Jules Feiffer, Claire Brétecher, Copi, Chumy Chúmez, Ops, Forges, Wolinski y más cerca Leoncio Martínez «Leo», un largo etcétera y Régulo Pérez y Pedro León Zapata, uno de los mejores, a quien tanto debemos y tantas explicaciones nos debe para que nos ayude a entender, no su oposición a Chávez, que es respetable y no lo deshonra, sino su actual asociación con lo más oscuro de lo que él mismo nos enseñó tan lúcida, impecable y implacablemente a denunciar.
¡Tantos dibujos nos ayudaron a discernir la paja del trigo! Antes de ellos, excepción hecha de Leo y Régulo, no había mucho. Las caricaturas se proponían hacer reír sin mayor crítica, salvo algunos momentos lúcidos de Disney o de la Pequeña Lulú. Lo normal era el chiste fácil, generalmente con connotaciones sexistas, racistas, convocando precisamente lo peor de nosotros mismos.
Lo que más me sorprende es cómo gente que aprendió a pensar con Quino ahora acepte pensar con Marta Colomina. ¿Cómo se explica esa regresión? Por eso siempre he tenido curiosidad, a la luz de tanto retroceso de tantos, por preguntarle a Quino cómo concebiría a Mafalda hoy. ¿Una Chicago girl o algo peor? Me dolería, como me duelen tantos amigos de la generación gremlin, que comenzaron como peluches encantadores y terminaron como fieras implacables. Son como los gatos: nacieron para leones y se quedaron chiquitos.
De todos modos Mafalda sigue allí, hablando, y los dibujos de Quino siguen maldiciendo la televisión, la estupidez generalizada, dondequiera que se encuentre, implacable, acusador, certero, desnudando a los que terminaron del otro lado de la cerca, cuyo trabajo anterior los denuncia también, de modo más despiadado aún.