En vez de la alegría lógica y natural que produce un reencuentro, lo primero que se produce es el dolor intenso de conocer que fuerzas revolucionarias y hermanas –identificadas por el mismo ideal aunque se aprecien algunas diferencias o disidencias en la teoría como en la práctica y que debe ser natural para avanzar triunfante- se enfrentan entre sí como si el resultado de sus combates decidiera el curso y el destino de la historia de su pueblo, cuando en verdad lo que se hace es economizarle energías y recursos al enemigo común de ambas. Sin inmiscuirme ni disfrutar del derecho a crítica sobre las contradicciones internas del movimiento revolucionario colombiano, no puedo negarme el intenso dolor que produce enterarse de camaradas muertos en combate entre camaradas. Si siempre será maldita la bala, que carente de principio de redención, quita la vida a un ser humano ¿cuánto de maldita será una bala disparada por un camarada despojando de la vida a otro camarada?
La historia es, entra tantas cosas, una sucesión permanente de generación por generación donde cada una tiene un importante rol como deberes y derechos para con todos los miembros de la sociedad y el futuro. Ya los niños y las niñas de 1992 son, actualmente, jóvenes mayores de edad. Muchos y muchas que conocí por aquel tiempo están incorporados como combatientes a la insurgencia revolucionaria colombiana; unos pocos, lo supe, prestan de manera obligada su servicio militar en las filas de un ejército que por soberanía de su patria obedece las directrices determinadas en el búnker donde se planifica en Estados Unidos el intervencionismo en los asuntos internos de otras naciones para negar el derecho a la autodeterminación de los pueblos; otros pocos han perdido la vida de forma muy prematura; y otros pocos –contados con los dedos de las manos- se han involucrado en las líneas de los hacedores de guerra sucia contra sus propios hermanos y hermanas de clase y de campo. Más ahora que antes andan numerosos niños y niñas en los predios por donde se desplaza la insurgencia colombiana; mucho más ahora que antes existen niños y niñas completamente carentes de protección de políticas humanísticas (educación, salud, recreación) que deberían ser de obligatoriedad sagrada del Estado para con su infancia asegurándoles porvenir, como también para sus ciudadanos y ciudadanas fomentándoles una mejor y más digna manera de vivir en sociedad. En la medida en que la globalización capitalista salvaje extiende sus garras o tentáculos de dominación sobre naciones o pueblos, más se verifica el rostro de la miseria, de la muerte, de la tristeza, del dolor, del desprecio y del egoísmo para que reine la minoría sobre la mayoría. Se supone, por la simple razón de la misma vida humana, eso debería impulsar a la unificación de esfuerzos, de energías, de capacidades, de hombres y mujeres, de recursos y de sentimientos, para combatir –con probabilidad real de victoria- las tropelías de los gobernantes enemigos acérrimos de los pueblos, de la verdadera justicia, de la paz con dignidad, de la libertad y de la solidaridad.
Los niños y las niñas, aun cuando viven y se desenvuelven en medio del tableteo de las armas de la guerra; no poseen la menor noción de la concepción materialista de la historia, nada saben de idealismo filosófico aunque ya hasta creen en la existencia de Dios; nada conocen de la contradicción entre trabajo y capital aunque sus ojos miren a su padre de sol a sol trabajar la tierra o su madre metida de pies a cabeza entre el humo del cocinar con fuego de leña; lo mismo les resulta que un bien sea mercancía o sea producto con tal de probar un bocado para sobrevivir en medio de los rigores de la miseria y de la violencia. Conocen, a penas, la tierra, las aguas, los árboles, los animales y no pocos desconocen el peligro de molestar a la serpiente. Creo, si no me equivoco, de lo que más saben es del cariño de la gente que no les hace daño como también el terror o miedo cuando escuchan la eterna oración de la violencia en Colombia: “Vienen los paras o el ejército”. Si miento, por esos mismos niños y niñas, que me pulverice un rayo venido de la mano del Diablo y no de Dios.
Con esos niños y niñas conversé largos ratos de tiempo en sus reducidos espacios. Sonríen, por encima o por debajo de la miseria y del dolor, ante cualquier cosa que les parezca una gracia de adulto o les impresione el esquema de su imaginación; rodean al “extraño” como si estuviesen ansiosos de conocimiento o de información veraz. Sin embargo, como para buen entendedor pocas palabras, es fácil captar que detrás de esas ansias de algo conocer se deja ver, como piedras bajo las aguas de un límpido riachuelo, la esperanza de buena vida que desean todos esos niños y todas esas niñas vivir sin que haya un solo disparo de las armas de la guerra.
Todos esos niños y todas esas niñas, lo juro que es la verdad, creen –respetándoles su ignorancia- que Chávez es su tío. Preguntan por él como si hubiese vivido con ellos y ellas y ellas y ellos con él. Creen, y eso produce en uno cierto nivel de nostalgia por lo que de utopía posee, que Chávez es el tío que les va a solucionar sus niveles de miseria y dolor llenándolos de justicia y paz y recreación. Ellos y ellas –niños y niñas- no conocen las realidades de las fronteras ni las limitaciones que éstas interponen a los pueblos entre sí para diferenciarlos y no se entiendan y se traten como hermanos y hermanas. Piensan, en su verificado estado de ingenuidad para no utilizar más el despreciable término de “ignorancia”, que lo que se está haciendo en Venezuela vale también para traspasar los hitos como si todos fuésemos un mismo pueblo y todos y todas –de acá y de allá- resultan obteniendo beneficios por igual del bien y no del mal.
Conocen mucho más, sin que nunca lo hayan visto ni tratado personalmente, a Chávez que al presidente Uribe. Si esto a nadie parece creíble, baste con penetrar no unos pasos de adelante hacia atrás sino de atrás –regiones alejadas- hacia delante –regiones cercanas- a las fronteras entre Colombia y Venezuela para que la verdad desnuda haga comprobar la autenticidad de este testimonio.
Me preguntaron “¿Cuándo viene a vernos el tío Chávez?”. Como no podía asumir una vocería que no me está permitida, se me hizo un nudo en la garganta para luego dejar escapar algunas palabras para decirles, no sin antes pensar en todo cuanto podía implicar una mentira piadosa como frustración de un sueño infantil, que a lo mejor pronto los visitaría, hablaría con ellos y con ellas, y en ese momento podían plantearle sus inquietudes. Tal vez un prolongado engaño, sin duda, sin la intención de arrancarles de un solo tirón su inocente esperanza o el sol utópico de su sueño. Pero ese fue un momento en que más me convencí que no sólo el socialismo es la única alternativa de salvación del mundo para terminar por siempre con todos los rasgos de la esclavitud social, sino que para hacerlo realidad debe llegar ese instante en que los pueblos ¡arrechos! se dejen de pendejadas y rompan con todos los hitos que demarcan fronteras y lleven la solidaridad revolucionaria hasta el último rincón que se encuentre más apartado de la civilización en la tierra o donde exista aunque sea un solo ser que viva infelizmente. Será ese momento, entonces, cuando todos los niños y todas las niñas del mundo resulten tratados y queridos como los hijos y las hijas de todos los padres y todas las madres del mundo. Ese es el comunismo aunque a muchos o pocos les desagrade ese término por el color rojo que lo ha simbolizado.
Los niños y las niñas, por último, me solicitaron que hiciera una Carta, en nombre de ellos y de ellas, dirigida a Chávez planteándole sus necesidades y la solución de las mismas. En eso sí me comprometí por una simple razón de complacencia a esa voluntad inocente que me resultaría una bofetada a la misma decirles que ¡no! No tengo facultad de profeta, pero, sin embargo, creo tener conciencia de que la diplomacia burguesa se fundamenta en mezquinos intereses económicos y no en la satisfacción de las voluntades mayoritarias de la humanidad. Además, tampoco permite que ese género de cartas resulten efectivas cuando de por medio están una fronteras que mientras el mundo no se proponga la construcción del socialismo están destinadas a respetarse por ciertas normas internacionales que a los ojos de cualquier revolucionario son despreciables, pero que al fin y al cabo hay que respetarlas. Y, por otro lado, existe una oligarquía colombiana que tiene el poder político en sus manos que defendiendo sus intereses económicos hace creer que defiende las fronteras de Colombia, y pegaría el brindo al cielo protestando si el gobierno venezolano se ocupase de aplicar políticas que lleven justicia al pueblo colombiano en su territorio sin el pleno convencimiento de las autoridades elegidas por la mayoría de los que votan en la elección presidencial colombiana, sea fraudulenta o no; y, acá en Venezuela existe una oposición que desplegaría de manera mediática una campaña acusando al gobierno de Chávez de injerencia en los asuntos internos de Colombia. Así es la diplomacia burguesa, por eso el mundo evidenciará su decisión de transformarse cuando se rompa con esa diplomacia privada y empiece hacerse pública, es decir, cuando intervengan los pueblos de forma decisiva en todos los asuntos que correspondan al ejercicio de la solidaridad internacional como la fuente más próspera para poner el mundo a caminar patas abajo y deje de andar para siempre patas arriba como lo ha hecho hasta la actualidad.
Cuando tocó despedirme de esa región para ir a otra, surgió ese hecho de los sentimientos que no puede describirse con las palabras. Mejor lo callo. Sólo digo: por los niños y por las niñas del mundo es imperioso construir el socialismo para que ellos y ellas –avalados por las ciencias- gobiernen este planeta y lo llenen de flores para felicidad de todos y todas las personas que lo habiten.
Siguiendo
el viaje, al llegar a otra región ya no los niños ni las niñas sino campesinos
adultos me preguntaron ¿Qué opina del
conflicto entre las FARC y el ELN? Luego de un breve tiempo de mudez o de
silencio meditativo o reflexivo, simplemente respondí: eso duele, duele mucho, tal vez a ustedes más que a nosotros, pero
duele. Todo lo que ustedes puedan hacer para que cese ese conflicto, respetando
la autonomía o independencia de las FARC y el ELN, será premiado por la
historia de Colombia y también la nuestra. Si París bien vale una misa, la
unidad de los revolucionarios colombianos o de cualquier nación del planeta,
bien vale no una misa sino todas las misas de los pueblos que despiertan su
conciencia por la emancipación de toda la humanidad. No podía decir más
nada.