Está de luto la ranchera, están de duelo los rancheros. Están de duelo los pobres, porque ha muerto el rayo Mauricio Rosales y creen que volverán a ser humillados por los más poderosos; están de luto generaciones casi enteras que sus oídos escucharon primero las canciones de Antonio Tony Aguilar mucho antes de aprender hablar. Justo medio siglo después de la muerte del ídolo de multitudes latinoamericanas sin discriminaciones de raza, credo, edad o sexo, don Pedro Infante, fallece ahora el gran ranchero de siempre, el cantante de Zacatecas, don Antonio Tony Aguilar.
Lunacharsky dijo que la música es el único arte totalmente ideológico. Debe ser así para que sea considerada como la universalidad de los lenguajes en la voz cantada y en los instrumentos tocados. Si en la esclavitud el esclavo era considerado el instrumentum vocale para diferenciarlo del instrumentum semivocale (la bestia) ¿cómo llamarían a esos instrumentum que sin ser esclavo y sin ser bestia hablan o se expresan tan claro en lenguaje universal cuando las manos o la boca del instumentum vocale los pone a funcionar? Tal vez, los emperadores nunca se ocuparon de hacer reflexiones con la lira. La música, guste o no a los cultos de lo clásico, está de duelo y está de luto.
Las rancheras, en particular, y la música mexicana, en lo general, le han cantado a las gestas, a las luchas de sus pueblos, de sus hombres y mujeres sin miramientos de sectarismo o mejor dicho, con esa imparcialidad divina de una buena y hermosa letra que no se desarraiga de la justicia social. Así se le ha cantado a Zapata, a Villa pero también a Obregón y a Madero; así se le ha cantado a Lucio Cabañas y Genaro Vásquez pero igual a Adelita; así se le ha cantado al instrumentum mutum (la herramienta sin voz) en homenaje a la carabina 30-30 que los rebeldes portaban y creían los maderistas que con ella no mataban; así se le ha cantado a la madre y al perro, a la mujer y el caballo, a la piedra y la botella, al campo y la ciudad, a la cruz y la flor, es decir, a la vida pero también a la muerte, a la alegría pero también a la tristeza.
Después de don Alfredo Jiménez (la voz del pueblo) y del inmortal don Pedro Infante sin dejar de reconocer los méritos de don Jorge Negrete, de don Luis Aguilar y otros, es don Antonio Tony Aguilar quién más alto ha izado la canción ranchera al oído, el gusto y el disfrute de una multitudinaria audiencia incontinente. Aunque debemos dar gracias a ¡Dios!, por respeto a la fe religiosa de los difuntos rancheros, que tiene con vida al inmortal de la voz más prodigiosa y maravillosa de la música mexicana, don Vicente Fernández, el padre del potrillo.
Podríamos preguntar con la seguridad que ningún cálculo matemático sería una correcta respuesta: ¿Cuántas personas de ambos sexos y sin distingo de ninguna otra naturaleza, se enamoraron o pagaron su despecho escuchando las canciones de Alfredo Jiménez, Pedro Infante y Antonio Tony Aguilar? Están de luto los enamorados, están de luto los despechados. Con la muerte de don Antonio Tony Aguilar entran las rockolas en terapia intensiva asegurándose el derecho a vivir, cuando muera don Vicente Fernández y quieran Dios y la ciencia no sea por mucho tiempo, en el museo de las más sublimes antigüedades de la música.
Antes no había escrito este artículo, porque estaba guardando el debido luto o duelo por la muerte de don Antonio Tony Aguilar, escuchando y disfrutando de nuevo sus canciones. Y cuando se está de duelo por un gran artista, especialmente si es cantante o si es poeta, no se escribe de inmediato para no mezclar su canto con el sentimiento de tristeza de quien le sobrevive. Especialmente me cautiva esa canción donde don Antonio Tony Aguilar reconoce que el tiempo pasa y hay cosas que no se pueden olvidar, y auque traten de olvidarse cada día que pasa se extrañan más.
Pasado el duelo, entonces, escribí. Don Antonio Tony Aguilar no merece una misa, porque al César hay que darle lo que es del César. Por lo tanto, don Antonio Tony Aguilar merece que las generaciones que le sobreviven no dejen de escuchar sus canciones, para que las generaciones venideras también las oigan y las disfruten como si él estuviese siempre en vida. El tiempo, inevitablemente, pasa y no lo podremos evitar. ¡Paz a sus restos, que son sus cenizas escuchando sus propias canciones en la hermosa tierra de Zacatecas!
Podríamos para finalizar, parafrasear a don Víctor Hugo, y decir que gracias a los pueblos hay artistas grandes sin necesidad de las lúgubres aventuras de la espada, porque para eso tienen sus canciones o poemas.