El Ministerio del Poder Popular para el Acceso Propio a la Revolución

Cuando uno va a la panadería o coge el Metro porque tiene un tiempito sin patear la calle; cuando uno se consigue a un amigo que tiene tiempo sin ver y le pregunta que cómo ve la vaina; cuando uno asiste a foros, conferencias, charlas y afines; cuando incluso se cala religiosamente Aló Presidente y cuanta transmisión especial de VTV, es porque uno está buscando ideas nuevas para someterlas, confrontarlas y contrastarlas con las propias; uno está en la búsqueda de la renovación permanente, casi cotidiana. Uno vive atormentado por sus propias reflexiones y análisis y siempre quiere saber del pensamiento ajeno a ver si el chorro de meao propio no está cayendo tan lejos. En realidad, uno siempre está a la caza de una idea para mantener la combustión. Y qué vaina, uno siempre escucha y consigue ideas, exposiciones y argumentos esclarecedores, mismos que le afincan el sentimiento por el que se mantiene de pie, pero que al mismo tiempo nos profundiza como buenos idealistas: no sabemos a dónde vamos, pero estamos en el camino.

Y así se acuesta uno tranquilo, algo aliviado.

Lo que nos coloca de frente a una paradoja conocida: el conejo detrás del tirador; es decir, los revolucionarios en post de la revolución. Dicho con mayor idoneidad: Tanto que uno se consume por la Revolución y no la consigue por ningún lado para saludarla. A veces, en esos instantes intimistas que con uno mismo y con nadie más, acude el sentimiento derrotista, ¿Dios mío, será que tú y yo estaremos equivocados y estamos buscando a la Revolución en los rincones? Es un sacrificio creer en la Revolución Bolivariana. Uno tiene ideas, buenas o malas, pero ideas al fin, y eso no es materia que sea del interés de la Revolución, que en estos asuntos se comporta como una arrogante, como una soberbia. Ella ofrece ideas y acciones y todos nos hacemos militantes de la propuesta, pero ella no nos acepta como interlocutores válidos. A veces ni siquiera nos determina como teóricos.

Por razones no tan indescifrables, uno le va llegando poco a poco al diagnóstico de la situación: el problema es que uno no conoce el camino a la Revolución, acaso porque no existe o su trazado no está suficientemente ensanchado y el santo y seña lo saben y reparten dos o tres burócratas.

Pocos son lo que tienen nombres de usuarios y pasword de ingreso a la Revolución. Uno es un espectador entusiasta y hasta fiel, pero partícipes, lo que se dice partícipes, vaya, no somos. Somos, cómo no, sujetos de la Revolución. Se nos presta el poder, pero no se nos delega.

Seguimos, ni más ni menos, a la usanza de tiempos pasados que mejor ni nombrar. Si uno quiere hacerle llegar una puta idea a, digamos, Jorge Rodríguez, mucho me temo que será necesario hacerse amigo de la cajera del supermercado que tiene una tía que limpia en la casa de un abogado que es pana de la esposa del chofer que trabaja en un lugar al que siempre va un hombre encorbatado que siempre veo en televisión y que me da la impresión de que es amigo de un diputado que se la pasaba en el CNE y a mí late que a lo mejor ahí alguna vez habló con Jorge y quién sabe, a lo mejor el Vicepresidente todavía se acuerda de él y quizá le pueda hacer llegar una carta (eso sí, breve, que el Vice tiene mucho trabajo) con la idea tuya, que de dónde has sacado tú que pueda ser buena.

Así estamos, inmersos en la Revolución que prescinde de las miles, millones de ideas que DIARIAMENTE paren sus revolucionarios. Coño, es que aquí lo que hace falta es el ministerio número 28: el Ministerio del Poder Popular para el Acceso Propio a la Revolución Bolivariana.

Si existiera ese Ministerio o pasara a existir, yo me pararía tempranito y regalaría (quedándome con acuse de recibo, no sea que después me señalen de diagnosticador de oficio) una idea, con su respectiva justificación que diría algo parecido a esto:

La Revolución no tiene estrategias, tiene decretos: ¿Que los empresarios no suben el salario por su propio corazón? Decretamos un 20% de aumento fraccionado para los civiles, y 30% de chupulún para los militares.

¿Que los empresarios lo primero que hacen es botar a los trabajadores por cualquier motivo? Se prorroga consecutivamente la inamovilidad laboral.

¿Que los propietarios son unos desalmados y quieren cobrar unos alquileres que siéntate a llorar? Publíquese en Gaceta Oficial que nanay nanay.

¿Que los colegios privados y las asociaciones de padres y representantes dicen que con un 20% van que chuta o cerramos? Decreto ministerial por el pecho.

¿Que los clínicas tienen tarifas impagables? Dímele ahí a los muchachos de la Asamblea Nacional que se redacten una vainita a ver cómo paramos esa vaina.

¿Que si bien compramos cuatro o cinco submarinos rusos por si una guerra asimétrica, pero no tenemos autoabastecimiento de comida? Cataplam, decreto de soberanía alimentaria.

Sólo que no hay manera de alcanzar la soberanía alimentaria con procedimientos coercitivos. Parece que eso se puede lograr únicamente con estrategia y acción (espécimen protegida por la Revolución por peligro de extinción: tenemos uno que otro teórico al que no le gusta agarrar la escardilla; y uno que otro que se pone el traje de obrero pero usa su sudor como salvoconducto para ahorrarse el ladilloso trámite de discutir).

Precisamente, en enero de este año el ministro Elías Jaua hizo una exposición sobre las cosechas del año pasado. Nada, el país no alcanzó a producir las toneladas de caraotas negras que los venezolanos se jartan. Produjo en exceso unos rubros a los que los consumidores les sacan el culo.

Llegaba así Jaua a una conclusión al mismo tiempo evidente y dramática: los venezolanos no comen lo que sus campesinos producen. Esta situación sólo admite un decreto: traigan esa vaina de donde nos las quieran vender.

Pero decretos como estos no hay manera de firmarlos en plena guerra asimétrica. Tampoco ninguna Revolución que se precie puede estar dejando de producir todos los kilos de caraota negra que sus habitantes necesitan, por mucho que en el país brille la paz.

Ahora bien, el problema no es tan difícil, puesto que el propio Elías Jaua detectaba dos variables que han debido ser puesta sobre el mesón donde se hacen los Consejos de Ministros: Producimos X, pero la gente está comiendo Y. Solución: poner a la gente a comer Z. Esta mariquera tan simple resolvería un problema tan grande y cancerígeno, que no hay manera de explicarse cómo es que no ha sido puesto en práctica.

Cuando entonces Jaua revelo el problema, yo hice llegar a su ministerio una peregrina idea: la idea de un decreto.

Sí, en todo mercado, restaurante o taguara donde se expenda comida cocida o por cocinar, un letrero donde se le indique al comprador o consumidor en qué rubros es potencia Venezuela ese mes (ranking agrícola, no importa, llámenlo así y si quieren se van a burlar de las abuelitas de ustedes).

Si estoy en el mercado y se me ofrece en bandeja la plata un informe de la producción nacional mensual, yo deduciré que si hay abundante producción de un rubro, debe automáticamente estar barato (ley primaria de la economía); por lo tanto, las posibilidades de que la gente compre ese rubro se potencian (ahí lo vemos: la gente consumiendo lo que el país produce).

A los restaurantes y sucuchos les aplicaría un decreto similar: en una esquina del menú, háganme la caridad de decirle al cliente (en la misma esquina donde la Ley Resorte le ha dicho a las televisoras que deben tener un intérprete para sordo y mudos) qué productos se están produciendo en el país.

Pongamos que la producción de caraotas está arrechísima en determinado mes; a ver maitre, cómo es esta vaina que un pabellón criollo cuesta lo mismo que los demás platos.

En esa esquinita del menú se le estaría delegando un poder arrecho a los consumidores. Así, hecha la guebona, la Revolución Bolivariana iría desplegando su soberanía alimentaria.

A desconocimiento del ranking, en plena cosecha de patillas a uno le venden un jugo a un precio discrecional, y si se te ocurre preguntar que cómo es posible, bastará que te digan que el mercado de Coche no se consigue patillas ni pa remedio. La ignorancia no mata al pueblo…


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Douglas Bolívar


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