Con qué derecho arraiga tan profundamente esta Hélene Elizabeth Louise Amelie Paula Dolores Poniatowska Amor cuyos nombres tiran cada uno para un cielo distinto. Si de niña le dicen que la cigüeña la dejó equivocadamente en un París ilusorio porque realmente pertenece a una Varsovia incierta, lo más probable es que plante los pies en un México real por más que sabe o porque sabe que es tierra amasada con sangre. La hipotética Varsovia y el quimérico París son las tierras del padre, un tanto fantasmal como todo exiliado. México es la madre: Dolores Amor Escandón, real y carnal como toda matriz, quizá a pesar de ella misma, que se expatria, se casa con aristócratas de cuento de hadas y cambia el Dolores por Paulette. México es contagioso. No hay norma más ociosa que el célebre 33, el artículo de la Constitución que amenaza con expulsar al extranjero que intervenga en política interna ¿Qué mexicano puede imaginar que México le sea indiferente a alguien? Sólo el que pretende que le es indiferente a él mismo. Pero allí llegan Guillermo Kahlo desde Alemania y Tina Modotti desde Italia a fotografiarle el alma a los cuates y Elenita desde París a redactarles el pie de foto. Vale uno solo de estos fuereños que quisieron ser mexicanos por mil mexicanos que se soñaron extranjeros. Mexico fagocita lo remoto para que le revele lo entrañable.
A cuenta de qué esta dama con pedigrí de revista Hola condesciende a la plebeyez del compromiso. O con qué títulos esta niña bonita que los tiene todos se mete en asuntos de igualados. “Usted es una catrina que no sirve para nada”, le espeta su personaje o informante Jesusa Palancares. Pero que alguien me explique si Polonia molida entre potencias, no equivale a México amolado por La potencia. Nada como heredar tronos disueltos para comprender a los desheredados. Ser legataria de una corona que el viento se llevó y sucesora de una fortuna porfirista que la ostentación dilapidó acerca al Cervantes que sentencia: “Nadie es más que otro, Sancho, si no hace más que otro”. Sólo es alguien quien supera su herencia. . Somos lo que hacemos. Sobre todo si lo que hacemos es confesarnos pretendiendo que definimos a otros. Y así, sobre un mexicano comprometido afirma: “En realidad, Monsiváis es un defensor de las grandes causas del país. Le importan las causas y los individuos le interesan en tanto que las promueven. Es la acción colectiva la que lo entusiasma y con ella se relaciona eficazmente y da generosas y valiosas directivas. Para él, lo personal vale en tanto lo puede convertir en movimiento de masas. Si no, existe como motivo de risa y de escarnio”. Allí va Hélene Amelie defendiendo soldaderas fusiladas por villistas, masacrados en Tlatelolco, sepultados en los terremotos, ferroviarios vendidos por sus sindicaleros, todos ninguneados en la colectiva fosa del anonimato. La memoria de América se confunde con la hecatombe. Si nuetro holocausto es el olvido, nuestra resurrección es el recuerdo.
De dónde esta políglota estrena coloquialidad azteca. De su padre Jean Evremont Poniatovsky Sperry heredó el polaco, el inglés lo memorizó en un colegio religioso gringo y el francés lo bebió en la mesa, como los niños de La piel de los cielos, porque la familia lo prefería “a cause des domestiques”. El español o mejor el mexicano o mejor el chilango se le contagió de las sirvientas, o en la calle, que es la mejor escuela. Es el castellano de los vencidos. Es la gramática de su nana Magdalena Castillo o de su lavandera Josefa Borquez, alias Jesusa Palancares, que le impetra: “Sola tienes que luchar. Tienes que sufrir para que sepas lo que es amar a Dios en la tierra de los indios”. Directa, inmediata, la lengua de los vencidos subsana cuantas academias le fueron negadas con una poética de la vida. Hiere con certero dislate cantinflesco o arremete con agresiva esgrima de albures; celebra con macabros corridos o cobija una resignación más contundente que la rebeldía: “Pos me duele tanto el alma que ni puedo resollar”. Toda palabra le sabe a pasión y toda comida a picante. No perora, conversa, pues escribe una reportera. No distancia, aproxima, pues cuenta sobre sí misma fingiendo que inventaría el prolijo tumulto de los seres. Ni siquiera inventa: documenta, pues escribe sobre personajes más reales que la realidad. Convertirse en escritor es forjar un lenguaje propio que por milagro se confunde con el de todos.
De dónde le sale denigrar de los machos en tierra de los meros meros. Mírala allí miniaturizando al muralista Diego Rivera en Querido Diego, te abraza Kiela. Óyela acusando a Rulfo de que trata mal a las mujeres, de que para él lo que sucede entre hombres y mujeres es casi siempre atroz: “Viejas carambas. Viejas infelices. Viejas de los mil Judas. Viejas hijas del demonio. Ni una siquiera pasadera” (Homenaje nacional, Inba, México, 56-57). Léela arrancándole a Monsiváis la confesión de misoginia y después partiéndosela en la cabeza: “¿Por qué nunca hablas de mujeres? ¿Qué es eso? Carlos, responde y deja de jugar. ¿Por qué no hablas de mujeres? Bueno, porque soy misógino y porque no veo...” Si las gallinas quieren cantar como los gallos, es porque éstos desafinan. A lo mejor terminan como el padre en La piel de los cielos: “No estaba en medio de la vida, no le entraba a la lucha, nada compartía con el gallo del corral, ni su fiereza ni la respuesta que le daba a los otros gallos”. Quizá por eso escribe tanto sobre gallinas que han tenido que sacar las espuelas: Tina Modotti, agente de la Internacional Comunista, Frida Kahlo, agitadora vuelta narcisista, Jesusa Palancares que confiesa “al contrario, yo más bien queria hacerle de hombre, alzarme las greñas, ir con los muchachos a correr gallo, a cantar con guitarra cuando a ellos les daban su libertad” (“Vida y muerte de Jesusa en Luz y luna, las lunitas; Editorial Era, México 1994 p. 63). Todas son abandonadas, por genios, por camaradas, por crápulas, pero también los abandonan. Ellos salen perdiendo.
Con qué credenciales sienta cátedra sobre revoluciones en los cielos y la tierra Todo polaco y todo ser pensante es heredero de Copérnico. Revolución copernicana es la que saca a la Tierra del centro del mundo e instala al hombre en el centro de sí mismo. Amo escudriñar los astros con un telescopio ínfimo y una prepotencia más pequeña todavía. Del abismo que nos reclama en todas direcciones sólo nos salva la discreta gravitación de la carne. Más de una vez su esposo el astrofísico Guillermo Haro habrá descorrido a Hélene Amelie el velo del firmamento, De ello deja memoria en La piel de los cielos: “¿Qué podía ser el llanto de una niña malquerida bajo la inmensidad de la bóveda celeste?”Gracias al elusivo Copernico sabemos que si las estrellas no giran a nuestro alrededor, no nos cabe más que ser estrellas y extinguirnos brillando. No podemos ceñirnos más diadema que la de estrellas rojas que constela la piel de los cielos: la de la humanidad, solitaria e innumerable como los astros.
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