Añoranzas del pasado

Ruego a mis lectores que no confundan el título de este artículo con alguna nostalgia por tiempos políticos afortunadamente ya superados. Nada más lejano de mi intención.

No tengo la más mínima añoranza por las épocas cuando votar era el acto cívico más frustrante.

Sin embargo, la certeza de que era necesario un cambio que rompiera esa pavorosa hegemonía adeco-copeyana que tantas desgracias le produjo al país, no significa que no eche de menos algunas insignificancias que, vistas en la distancia, me lucen como dolorosas pérdidas. Recuerdo con cariño, por ejemplo, las épocas en que los caraqueños éramos más civilizados y nos comportábamos en la calle como gente decente. Me acuerdo de cuando estaba prohibido a los peatones cruzar las avenidas por el medio o a las camioneticas detenerse a recoger pasajeros en un lugar distinto a sus respectivas paradas. Tal vez algún joven me lea y crea que estoy desvariando.

Pero en verdad eso estaba así establecido.

Aún soy capaz de rememorar también que existía la obligación de respetar las luces de los semáforos y a aquel que no lo hiciera de seguro le pegaban una multa más adelante. Hasta extraño a aquel fiscal que se paraba en la esquina de la casa y no me permitía dar la vuelta en "U", sino que me obligaba a bordear la manzana para poder recorrer los pocos metros que me faltaban para llegar al estacionamiento. En aquel entonces lo detestaba, y su presencia se me erigía por momentos como un odioso monumento a la autoridad ejercida por complejo. Paradojas de la vida, hoy me pregunto qué ha sido de él y de muchos que, como él, le hacían la vida imposible a transeúntes y choferes, pero el tránsito circulaba.

También me hace una falta terrible la horrenda cola de la Diex para sacar pasaporte.

Uno llevaba el sol parejo, pero una vez llenados los papeles, lo máximo que había que esperar por la identificación era quince días, y si el asunto era renovación, pues bastaba con un par de estampillas, una foto, y todo resuelto. Recuerdo que hubo un año en que se acabaron las libretas y los venezolanos tuvimos que viajar durante meses con un simple papel que hacía las veces de pasaporte. Más de una pena pasé en varios aeropuertos por la vergüenza de semejante documento. Ahora, después de año y medio intentando que la automatización me devuelva la posibilidad de volver a tener uno, extraño el bendito papelito aquel.

Hasta hubo un gobernador, tramposillo él como buen adeco, que se dedicó a poner limpia la ciudad y obligó a la gente a recoger la basura en bolsas. Aquel que no sacara sus desperdicios a la hora y lugar indicados pagaba pena. También estaba prohibido hacer bulla que molestase a los vecinos en la noche. Lástima que esas ordenanzas se perdieron.

Claro, menos mal que existen Barrio Adentro y las Misiones; que un montón de niños asisten a la escuela y otro poco de muchachos pueden entrar a las universidades; que la conserje ahora sabe que tiene derechos; que los vecinos pueden organizarse en consejos comunales para bien de todos, y que hasta los viejitos saben leer.

Esos son los pensamientos a los que apelo cada vez que recuerdo al fiscal de la esquina, que ya no está más y me hace falta.

mlinar2004@yahoo.es


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Mariadela Linares


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