En Venezuela, cuando se versa sobre mentiras "periodísticas" es
indispensable el uso de comillas, pues sin ellas se agravia ese oficio
tildado por García Marquez como "el mejor del mundo".
Muy recientemente, el célebre El Espectador de Bogotá divulgó unas
declaraciones de un tal Moisés Boyer señalando nexos entre la
guerrilla colombiana y el gobierno venezolano, las cuales, ya todos
sabemos, eran falsas. En el ámbito periodístico, el nombre de El
Espectador es centenario y legendario tanto en Colombia como en el
resto del mundo. Cuenta García Marquez que cuando él quería conocer
los pormenores de un suceso llamaba personalmente a su mítico editor,
Guillermo Cano, para obtener los detalles exactos. Cuenta García
Marquez que ante la noticia de su asesinato su "impulso instintivo"
fue llamarlo por teléfono para obtener "la noticia completa, y para
compartir con él la rabia y el dolor de su muerte".
En mayo pasado se desató un escándalo mundial porque se descubrió que
Jayson Blair, "periodista" del New York Times, publicaba noticias
falsas y moldeadas.
Cada oficio tiene sus costumbres. Las costumbres crean reglas; morales
del oficio. Cuando ocurre algo fuera de la costumbre, la reacción es
sentirse chocado. En Periodismo, la costumbre es decir la verdad, es
ceñirse a la realidad. Es imposible ser neutral; es imposible ser
objetivo; un periodista siente, opina y no puede evitar juzgar; no
puede escribirle a humanos como si él no lo fuera; su crónica,
humanidad obligada, está sesgada por sus sentimientos y
opiniones. Pero la práctica de un oficio exige honestidad: se sabe que
en periodismo no se puede ser objetivo, pero no se perdona mentir; eso
es deshonestidad. La práctica del periodismo se extinguiría si la
mentira deviniese la costumbre.
La costumbre de la honradez pesa. El Espectador reconoció públicamente
su error ante su audiencia y el gobierno venezolano; su editor en jefe
viajó a Venezuela a disculparse personalmente con el presidente. Del
mismo modo, el New York Times tuvo que asumir su error y afrontar su
responsabilidad: sus principales ejecutivos y algunos de sus más
reputados periodistas renunciaron. Algo pesa cuando se es
deshonesto. Algo feo se siente cuando se evidencia una mentira. En
ambos casos, pesó la tradición, el prestigio de la honradez. Las
disculpas no eximen responsabilidades y el perdón no implica
impunidad. Pero ante el error, el primer paso para recuperar o
preservar la dignidad es reconocerlo y asumirlo. Sin ello, es
imposible rectificar y reconciliar.
La prensa es denominada por algunos el cuarto poder; en nuestro país
debería llamarse el sexto o quizá, mejor dicho, el segundo entre
seis. Los optimistas le atribuyen como función el control y la crítica
de los restantes poderes tradicionales. Los pesimistas, yo incluido,
la vemos como un instrumento de poder cuya función de trasfondo es
alinear consciencia a favor de los intereses propietarios de la
prensa. Así pues, no puedo decir que hoy en día se ejerza la práctica
del periodismo como hace treinta o más años. Pero, aunque tentador, no
puedo decir que Globovisión sea equivalente a CNN o que el New York
Times a El Nacional, no. Del periodismo de otrora apenas quedan
vestigios; ni CNN ni el NYT son modelos de virtud periodística, pero
su grado de descontextualización, mentira, omisión, en fin, de fraude,
están limitados por la credulidad de su audiencia.
Un espantajo "periodístico" como Globovisión no merece mención en una
discusión. Ello sería darle un crédito que no tiene. Y eso se sabe
desde antes del arribo de este gobierno. Algo como El Nacional alguna
vez tuvo su acervo. Hasta hace pocos años, era imposible conseguirlo
después del mediodía; era más grueso, era audaz y decía la
verdad. Ahora es un mamarracho amarillista, cuyo acerbo prontuario de
mentiras y de mentirosos ha deyectado con creces su otrora
tradición. ¿Qué sentirán desde el más allá sus fundadores? Me
atrevería a sugerir que lamentan no haber reprimido las pataletas aún
infantiles de Miguel Enrique, pues éste jamás ha tenido la dignidad de
asumir una equivocación. Sucedió aquella difamación con Ignacio
Ramonet y no pasó nada. La bufona de Ibeyice sigue escribiendo aún
después de comprobarse que ha difamado y mentido. ¿Y entonces? El
Nacional ya no se vende como antes. Ahora es escuálido, no sólo de
volumen y de ventas, sino de intelecto. Entonces, ¿por qué se sigue
vendiendo?.
Luís Alfonso Fernandez, "reportero" de Venevisión, ganó el premio
Internacional de Periodismo Rey de España por un video fragmentado,
descontextualizado, con voz ajena clamando que tres individuos estaban
disparando a mansalva contra la marcha de oposición. Este "reportero"
ha admitido: (1) que la voz del video no es suya y (2) que él no tenía
visual hacia la avenida Baralt. ¿Qué sentiría Luís Alfonso el día que
recibió el premio? ¿Qué sentirá ahora que se sabe fue un fraude? Lo
que yo sí sé es que ni este tipo ni sus jefes sienten ese lastre moral
que hizo que El Espectador admitiese públicamente su error y que los
editores del NYT renunciasen. ¿Por qué con ellos sí y con Luís Alfonso
y Miguel Enrique no? Luís Alfonso y Miguel Enrique han hecho trampa;
probablemente jamás admitan su error porque quizá el fraude es su
razón de ser, su costumbre. En toda sociedad existen pillos; cuando se
les sorprende se les señala. ¿Por qué, entonces, una parte de nuestra
sociedad no ve ni condena estos fraudes? No es complicidad.
Los crédulos de este país se niegan a preguntar, no dudan. Se niegan a
ver el canal de estado o a leer Question o Aporrea; no porque les
parezca que están parcializados (que lo están), o porque estén
equivocados (que por supuesto a veces lo han estado) sino porque eso
involucra dudar y ellos no quieren hacerlo. Dudar implica para ellos
la terrible posibilidad de descubrir y de tener que asumir un
yerro. Descubrir un equívoco significa aprehender que durante años han
sido engañados. Debilidad de carácter en muchos casos; ignorancia en
muchos otros, pusilanimidad, en otros tantos y, no se puede negar,
pues es evidente: estupidez en el común de los casos. Ser engañado es
admisible; nuestra actitud natural es la buena fe y por allí es fácil
timarnos. Pero negarse a ver la realidad no es ignorancia, ni
borrachera, ni candidez, es estupidez pura y banal, de la más
chabacana. Y dicen, desde tiempos inmemoriales, que eso dura para
siempre y que no tiene remedio.
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