Como nunca antes en un país latinoamericano la derecha había escrito y hablado tanto de socialismo como ahora. Este, como el mal ejemplo, como el chico malo de la película, como el monstruo de mil cabezas, como el Satanás de todos los tiempos y espacios donde reina el mal, como el Lucifer que asusta y se come a los niños, como el enigma de la violencia irracional, como el fantasma de la peor de todas las autocracias, como el perverso ladrón que persigue al benévolo gendarme que cuida la propiedad privada, como el Diablo contra las Sagradas Escrituras. Pero al mismo tiempo, escriben y hablan que el sistema de gobierno ideal de democracia es aquel donde puedan convivir como hermanos y amándose los unos a los otros como Jesús amó al prójimo, bajo el manto del sagrado pluralismo político, los cristianos con los comunistas, los socialdemócratas con los socialistas, los sin techos con los amos de los castillos, los descalzados con los dueños de las zapaterías, los desvestidos con los propietarios de las textileras, los de andar a patas con los dueños de los grandes medios de transporte masivo, los lectores con los señores amos de los grandes y poderosos medios de la comunicación, el obrero explotado y mal pagado con el patrón propietario de los super monopolios que deciden el destino del mundo en la economía de mercado, el mendigo o pordiosero con el dueño de los hermosísimos centros comerciales; es decir, unir en un solo reino las bondades del Cielo con las perversiones del Infierno y aceptar eso con la resignación del que deja todo el destino de su vida en manos de la fe teológica.
El concepto de patria no es un signo de verdadero amor y de unión a y por la humanidad, sino un estigma de egoísmo que el capitalismo supo desarrollar hasta su escalafón más elevado: dividir a la humanidad en parcelas fronterizas para que los grandes y poderosos monopolios económicos, a través de sus estados, pudieran repartirse el mundo haciendo que los pueblos se vean como diferentes, contradictorios y enemigos entre sí. Es un concepto tan limitado hoy día como ese tan ilimitado de vivir como nos dé nuestra perra gana. Mientras el primero concentra todos los vicios del nacionalismo, el segundo expresa la pasión por el libertinaje. Ambos son contrarios a la emancipación del mundo.
Es verdad que mientras exista el imperialismo los pueblos tienen necesidad de defender lo que es su patria, sus fronteras, sus símbolos, sus intereses nacionales, pero en la medida en que el capitalismo se vaya haciendo más agonizante, más crítico y muestre verdaderos síntomas de desaparición, en esa misma medida se va planteando y haciéndose real la desaparición de las fronteras nacionales y se van juntando las manos de todos los pueblos en el gran abrazo que hará posible el sepelio definitivo de la explotación y la opresión del hombre por el hombre. Eso es la emancipación y lo demás es cuento de camino.
Cuando el poeta Andrés Eloy escribió su poema donde el hijo le dice a su madre: “Tengo miedo de quedarme sin patria”, tenía plenamente validez política la consigna de “Liberación Nacional”, porque se trataba de la lucha de los pueblos para salir victoriosos contra el dominio colonialista que reinaba en el mundo sometido por las pocas potencias imperialistas que se abrogan la potestad de someter a casi toda la humanidad en provecho de los designios de los grandes monopolios económicos que tienen por principio o derecho sagrado la propiedad privada sobre los medios de producción. Era como la lucha por hacer valer el derecho a la autodeterminación de las naciones frente al despotismo y dominio del imperialismo que no es otro que el capitalismo altamente desarrollado. Citemos algunos ejemplos: los vascos luchan por su patria, porque están colonizados por el imperio español; los palestinos luchan por su patria, porque han sido despojados de su tierra y les niegan el derecho a recuperarla y a su autodeterminación; loa iraquíes luchan por su patria, porque están invadidos por el imperio capitalista imponiéndoles un régimen que no es producto de la voluntad exclusiva del pueblo de Irak. Sin embargo, es de suponer que cuando irrumpa triunfante la revolución proletaria en el mundo entero, ya no habrá ninguna clase ni ningún movimiento político que aspire la emancipación del mundo, levantando banderas de nacionalismo o patria.
Con la llegada y dominio de la globalización capitalista, salvaje en todas sus manifestaciones, la lucha por la patria tiene que estar indisolublemente vinculada a la lucha por la emancipación del mundo entero, porque la historia nos impone y conduce a la unidad del comienzo con el fin; es decir, a un mundo donde no existas las clases sociales, donde se extingan los estados, donde desaparezcan todos los vestigios que dividen y separan a los pueblos y que los harán verse y tratarse como humanidad con los mismos derechos y deberes, con los mismos sueños, con los mismos intereses dentro de un contexto –mucho más elevado y tecnificado hoy que antes- de una cultura y un arte íntegramente universales. Ese y no otro es el destino del mundo luego de superado para siempre el modo de producción capitalista para que el socialismo uniendo los pueblos, abrazándose los trabajadores y la ciencia y acabando con las fronteras lo haga para siempre el planeta habitado por la humanidad y no por entidades nacionales. Por supuesto, que mientras eso no suceda todo pueblo está en el sagrado deber de luchar y defender su patria a capa y espada de aquellos enemigos que pretendan eternizarla incondicionalmente al servicio de los designios de la globalización capitalista salvaje.
El mundo, por épocas y por vastas regiones, ha sido dominado por imperios que han terminado en su completa derrota después de cumplida o agotada sus esenciales funciones socioeconómicas. Se dice que el imperio mismo crea, por su oprobiosa forma de gobernar, los elementos de su propia destrucción; es decir, los lleva internamente y salen a flote cuando ya nada puede hacer para evitar su desmoronamiento, cuando ya no le queda alternativa alguna para superar sus crisis y su agonía de muerte, razón importante y digna de tener en consideración en la lucha política. Sin embargo, si los esclavos no se deciden a ser libres, a rebelarse contra la explotación y la opresión, por muchas brutalidades y atrocidades que cometa un imperio, no se producirá la caída del verdugo, que es el imperio y valga la redundancia. Y esa lucha del esclavo pasa necesariamente por la internacionalización de la rebeldía, por el ejercicio de la solidaridad revolucionaria de todos los explotados y oprimidos que en común ansían la justicia y la libertad, por la unidad de clase y de fuerzas nacionales que se propongan el rompimiento de las cadenas con que las oprime el imperio. Por algo Marx y Engels decían que los proletarios no tienen patria, y si queremos agregarle algún nacionalismo no sería más que para defender aisladamente un terruño nacional mientras llegan las condiciones de la revolución mundial y acabe de una vez para siempre con la existencia y dominio del capitalismo para que reine la libertad sobre la necesidad y vuelva el género racional a convertirse en humanidad. Si algo tiene validez hoy día es que un hijo le diga a su madre: “Tengo miedo que la globalización capitalista sólo globaliza la pobreza y el dolor para los muchos y concentra la riqueza y el privilegio para los pocos. Por eso, madre, estamos obligados a globalizar el pensamiento y la acción de los explotados y oprimidos para hacer triunfar la justicia y la libertad para todos y todas que conformaremos la verdadera humanidad en felicidad”.
El mundo, nunca jamás, marchará hacia que todos los hombres o todas las mujeres sean idénticamente iguales físicamente entre sí, pero sí hacia la igualdad de oportunidades, a ser todas las personas cultas, libres, plenamente gozando de la justicia y la solidaridad. Y eso, queramos o no, pasa por la desaparición de las fronteras nacionales, es decir, por un mundo en que si se llegase hablar de patria, el único sentido sería semejarlo a planeta Tierra y no a naciones con delimitaciones fronterizas. Que los actuales vivientes no lleguemos a ver y vivir esa verdad histórica, no es nuestra culpa, sino de la madre naturaleza que no escapa a las necesidades del tiempo y del espacio, es decir, de la materia inorgánica.