Caracas, lunes 8 de setiembre de 2003, Día Mundial de la Enseñanza de la Lectura y en ocasión de la graduación de los primeros 100.000 alfabetizados de la Misión Robinson.
Hace años, siglo pasado adentro, un analfabeta me dijo que nunca aprendió a leer porque no entendió que «una letra le habla a la otra». Por eso se quedó sin descifrar los signos quietos.
—Mi nieta sí sabe leer. ¡Esa es una eminencia! —decía.
Sí, conmueve. Y también conmueve que haya a quienes eso no conmueva.
En enero de 2002 publiqué un artículo esperanzado, a pesar de la ironía de su título: «Cómo hacer que la gente no lea». Señalaba allí las causas por las cuales habían fracasado todos los planes de enseñanza de la lectura, desde aquel ¡Abajo, cadenas! hasta Acude. No solo se corrigieron esos errores sino que la enmienda acabará con el analfabetismo venezolano en menos de un año. No es que aquellos planes no estuviesen recomendados por meritorias intenciones o estuviesen mal formulados. Pero fueron incompletos. No todo fue mala fe. También hubo inexperiencia, ingenuidad y hasta inocencia, que ahora se aprovechan para reparar errores. No estorbaré estas palabras con la descripción de la mala fe porque dejó demasiadas huellas como para hacer perder el tiempo a gente inteligente.
Los que aprendimos a leer antes de nuestra memoria solo podemos imaginar lo que significa entender tarde que una letra le habla a la otra. Y en público. Sigfrido mató un dragón de sangre tan caliente que le quemó la mano. Cuando se la llevó a la boca entendió el canto de los pájaros. Esa magia existe: ocurre a quien lee por primera vez, ya crecido. Sería bueno preguntarlo a quienes leen por primera vez después de un siglo de edad. Sobre todo cuánto les creció la autoestima.
Imagino que descubren que hay modos de hacerse rico mucho más allá del dinero. Que se abre un nuevo horizonte social y laboral. Que se descubren tantos engaños. Que se encuentra cuánto crece la mentira cuando viene escrita y que las palabras que la consignan siguen eternamente mintiendo, como una condena.
Encontrará defectuosa nuestra nomenclatura citadina, porque hay calles sin nombres y en una misma avenida varios edificios tienen el mismo. Hallará tantos letreros mentirosos: «Prohibido fumar» al lado de un cenicero atiborrado de colillas. Aprenderá que hay que buscar redundancias a los letreros que enuncian equivocaciones. O descuidos, como una librería que lleva el desconcertante nombre de Doña Bárbara, precisamente en la Av. Rómulo Gallegos, en Caracas. Y podrá descubrir a Garcilaso y a Juan Sánchez Peláez.
Perderá una nueva inocencia cuando halle que la transcripción de los sonidos que le acaban de enseñar es tramposa, porque hay varias letras para un mismo sonido o que hay una para ninguno: la h. ¿Para qué?, se preguntará. No me corresponde a mí sino a la Real Academia Española explicar por qué sigue arrinconando la racionalización ortográfica que Andrés Bello propuso hace ya casi dos siglos. No sería mal premio para los que se han esforzado por aprender qué significa el alfabeto.