El niño que nunca terminó de crecer todavía espera los prodigios del siglo XXI que la ciencia ficción y las comiquitas le prometieron en su primera infancia. Para el niño que nunca terminó de crecer, en el siglo XXI despertarse sería sinónimo de ajustarse el cinturón cohete y lanzarse por la ventana entre seres volantes para aterrizar en aceras rodantes de ciudades transparentes con factorías donde robots obedientes hacen todo el trabajo y crean los bienes que han desterrado la pobreza del mundo. Desperezarse es zigzaguear sobre la sede del Gobierno Mundial para contemplar las plataformas construidas con lo ahorrado en armamentos, desde donde se lanzan platillos voladores para vivir sobre las nubes mirando los prodigiosos palacios sostenidos sobre rayos antigravitatorios, contemplando los animados deportes de las cabalgatas de delfines y la lucha con pulpos, bajando a los prados de los festivales del amor libre al borde de los astropuertos que disparan cohetes para Marte y la Luna y los planetas externos y Las Pléyades. Las máquinas teleportadoras trasladan a los sigloveintunícolas a los grandes laboratorios de los polos, donde una biología maravillosa regenera el cabello, los dientes, los órganos y el ánimo perdidos y empolla los embriones de la próxima generación que constará únicamente de genios cuyas obras asombrarán los espacios públicos de las megalópolis flotantes y animarán selvas mutantes y mares inteligentes. Se anuncia la inmortalidad. No hay capricho ni aventura que resulte prohibida. Proyecciones holográficas crean mundos virtuales donde la sorpresa y el peligro destierran los límites del asombro. Pero el niño que nunca terminó de crecer se asoma a la ventana del mismo edificio y mira la sempiterna gastada congestión de automóviles y el idéntico aire contaminado. Junto a la cama la misma radio y la misma televisión repiten consabidas tonterías desde hace medio siglo. Algún periódico del día anterior recicla idénticas torpezas. Las cuñas proponen los mismos remedios para las mismas hipocondrías. Lo único nuevo son las enfermedades. El niño que no terminó de crecer se consolaría endosándose rutilantes trajes de superhéroe con apuestos cascos y marciales botas y colores detonantes, pero allí lo espera la última humillación. Despertarse en el siglo XXI es endosarse todavía las mismas tristes medias, los mismos anticuados zapatos, los mismos aburridos calzoncillos, abotonarse la misma tediosa camisa con su ridículo cuello, anudarse la misma monótona corbata, ahogar el mismo estornudo de la misma gripe con el mismo desesperanzado pañuelo. Se puede encender un computador nuevo pero para recibir por él idénticas banalidades. En algún sitio el futuro siguió andando pero para el niño que nunca terminó de crecer se ha detenido. El niño que nunca terminó de crecer descubre que quien nunca terminó de crecer fue el siglo XX.
IMPOSTURA DE LOS JUEGOS DE AZAR
A sabiendas de que los únicos sorteos que salen son el del servicio militar, el de escabino para un tribunal y el del náufrago para ser comido por otros náufragos, el diputado que promueve los casinos va al garito fundado bajo sus auspicios y grita:
-Voy jugando a Rosalinda, y la reputación de un movimiento político que protege antros de vicio, y el prestigio de una ideología que legitima garitos, y la honestidad de unas instituciones que se acuestan con tahúres, y el crédito de un partido cuyos emblemas son la ruleta, la baraja marcada y la maquinita, y la confianza en que lucha contra la corrupción quien la fomenta protegiendo timbas, bingos y mabiles.
Y el dado, en la tarde linda, lo dejó sin el poder.
FÁBULA DE LOS CAMARONES QUE SE DUERMEN
Una vez más llegaron las lluvias y una vez más crecieron los torrentes y una vez más los camarones de río se durmieron diciendo no necesitamos hacer nada en el último momento el pueblo acudirá a salvarnos y una vez más se los llevó la corriente porque camarón que abandona al pueblo es abandonado por la gente.
DISFRAZ DE LA CIUDAD RECOGELATA
Ganó las elecciones la desidia y adoptó la inoperancia como programa. Todo el mundo hizo lo que le dio la gana hasta que la urbe quedó enterrada en desechos y pareció que sólo había una ciudad cochambre, una villa tenderete, una metrópoli basura. Entonces vinieron los arqueólogos y excavaron estratos de desperdicios, capas de paquetes de anime, pilas agotadas, latas, botellas, platos de cartón con sobras de comida, bolsas plásticas, gatos muertos, quioscos y cajones y pacotilla y gusanos y perros difuntos. Uno de los arqueólogos gritó, asombrado del descubrimiento. Bajo la catarata de mugre había una ciudad, y tenía una cara bonita de provinciana que mira todo ingenuamente. Hasta daban ganas de fundar un hogar y quedarse a vivir con ella. Conmovidos hasta las lágrimas miraron los habitantes las facciones y las formas que durante tantos años creyeron perdidas. La bonita muchacha de la ciudad se veía tan limpia que provocaba pasear con ella. No era imposible enamorarse y hasta piropearla diciéndole Sultana o Sucursal del Cielo. Cuando la pobre ciudad muchacha se disponía a agradecer diciendo Favor que Usted Me Hace, vino otro diluvio de bolsas de basura y buhoneros y durante mucho tiempo los peatones dudaron si habían soñado o si era real aquella bonita cara de muchacha aldeana acicalada apenas con resignación ante lo inexcusable.
APÓLOGO DE LA RECONCILIACIÓN
El asediador lo difamó por los medios durante años, le arrojó pobladas, lo incomunicó, lo secuestró armas en mano, intentó subastar las propiedades que custodiaba, le cortó el gas y el combustible, le bloqueó vías y accesos, intentó matarlo de hambre, recogió firmas para expulsarlo, contrató paracos para liquidarlo, le prendió fuego a la fachada de la casa para quemarlo vivo y al final metralleta y cuchillo en mano trató de tumbar a patadas la puerta para reconciliarse.
-Reconcíliate primero contigo mismo- contestó el asediado.
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