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El día 23 de enero fue importante para los grupos
organizados de la parroquia así llamada, entre muchas otras cosas,
porque unos cuantos grupos y ciudadanos decidimos eliminar una espina
que teníamos incrustada en el corazón de la parroquia: quitamos un
busto de Diego de Losada, quitamos junto con él el nombre a la plaza y
decidimos que ahora esa plaza homenajea y nombra a los Combatientes
Revolucionarios de la parroquia; a la figura y el recuerdo del luchador
social y líder estudiantil asesinado Sergio Rodríguez; a los muchos
parroquianos muertos o desaparecidos por el Estado Burgués, que nos
persiguió por décadas (con algunas pausas, como la actual) con saña
criminal.
Y listo: tenemos Plaza del Combatiente
Revolucionario. Queda en la entrada a la parroquia desde la avenida
Sucre. Hace unos pocos meses el compa Jesús Arteaga se percató de la
existencia del busto, nos comunicó su asco y entonces procedimos.
Colocamos en su lugar una pieza vergataria de mármol travertino
(donación de Arnoldo y Marichina García Herrero, continuadores de la
sangre y las luchas del Miliciano Remigio García Herrero, a través de
su empresa Canteras y Mármoles) e instalamos una placa que seguramente
no durará allí mucho tiempo, pues la vaina brilla como el oro y ese
lugar es paseadero y refugio de compatriotas nómadas: recogelatas,
piedreros y afines. Poner esa placa en ese sitio y aspirar a que
perdure es como meter a una virgen de 15 años en la cárcel de El Rodeo
y pretender que salga intacta.
Que les aproveche. Nuestra rebeldía será rebasada
por la de ellos y bastante ridículo y pequeñoburgués sería que la cosa
nos produjera consternación. Lo más pobre y excluido en medio de la
pobreza y la exclusión de esta sociedad arrancará de cuajo la placa que
allí pusimos. Nosotros quisimos hacer un acto de justicia histórica;
ellos (o el que llegue primero) realizarán un acto de hambre y rabia.
Por lo que les darán a cambio de la placa no conseguirán meterse el
crack suficiente para la nota de una noche. No calmarán con su acción
el hambre ni la ansiedad, pero sí serán un poco más libres porque la
rabia emancipa.
Hemos de buscarlos luego para tratar de hacerles
entender algunas cosas. A ver si el próximo objeto que pondremos (y que
deberá ser menos ostentoso o más resistente) dura un poco más.
Una noche antes despegamos limpiamente el busto
del conquistador Diego de Losada. No opuso tanta resistencia como
pensábamos. Pero el bicho nos zancadilleó con una pequeña venganza de
ultratumba (y mire que nos lo observó, con sólo mirar la luna llena y
medir unos presagios, la dilecta
Morelva):
mientras celebrábamos con proclamas, consignas y cohetones, la
gigantesca pieza de mármol se cayó dentro del camión que la traía y se
volvió pedazos. Nos quedamos sin monumento, pero sólo temporalmente: un
telefonazo y ya García Herrero nos garantizó otra pieza igual para la
mañana siguiente. Así que volvimos a joder a don Diego, pese a la
maldición y a la luna que advirtió a More.
Mientras colocábamos la rolitranco e piedra en la
plaza (ocho coñoemadres tuvimos que parir para bajar del camión y
colocar en su sitio aquel trozo de montaña de 300 kilos) el presidente
Hugo Chávez pasó a nuestro lado, manejando un carro iraní ensamblado en
Venezuela. Nos dijo “Adiós” con la mano. A su lado iba su hija, que no
recuerdo cómo se llama, y detrás los escoltas y toda la parafernalia de
la caravana presidencial. Luego volvió a pasar, cuando salía de la
parroquia luego de finalizados los actos oficiales que dejaron
semidesierto el nuestro (pues de bolas, nosotros no vendimos leche ni
tenemos el carisma de Chávez). Pero igual lo saludamos con afecto.
“Adiós”, nos volvió a decir con la mano. El Presidente es un tipo de
pocas palabras.
***
Nosotros (Misión Boves) sólo metimos casquillo,
medio explicamos el sentido de la acción y ya teníamos a un río de
gente y organizaciones metiendo el hombro para que se llevara a efecto
el acto justiciero. La Coordinadora Simón Bolívar se aplicó con ganas a
darle músculo y piel a lo que era sólo una idea. Otros grupos del
Veintitrés hicieron también su aporte. Otros se abstuvieron con
argumentos legítimos, y otros más con explicaciones insólitas. Es la
dura realidad: resulta imposible reconciliar o unir a los grupos
mayoritarios del 23 de Enero en alguna actividad, como no sea la
defensa armada en casos de represión (había que verlos, el 11, 12 y 13
de abril de 2002). Eso de estimular actos de pueblo deja satisfacciones
y amarguras, como cualquier iniciativa distinta a quedarse en casa
mirando televisión y esperando que los demás resuelvan o dejen de
resolver nuestros problemas individuales o colectivos.
Por supuesto que la acción tenía que estremecerles
las entrañas a los conservadores de corazón, y también a algunos
conservadores de clóset (que se sienten revolucionarios pero tiemblan
cuando les desacomodan los convencionalismos). Más de un “amante de la
democracia” nos ha dicho a los promotores del acto, con ese aire y esa
media sonrisa propias de los pajúos que creen que saben mucho, que ese
es un acto vandálico, ilegal y antidemocrático, porque en el 23 de
Enero viven 300 mil personas y los activadores del acto no llegamos a
mil. A esos güevones, y a otros más que se acercarán a decirnos más o
menos lo mismo, habría que confrontarlos consigo mismos. Pues resulta
que los nombres de los sitios públicos, las ciudades, las calles y
demás elementos que rodean nuestro cotidiano permanecer y desplazarnos,
los han decidido en su abrumadora mayoría el Estado, las corporaciones,
los gigantes de la construcción, la Iglesia Católica. Esto es, el poder
en sus formas más aplastantes e ineluctables. Las avenidas y calles se
llaman como se llaman y ningún pendejo de estos protesta ni protestará
nunca por ello.
Ellos
guardan silencio y bajan la cabeza ante el poder pero se escandalizan
ante los actos de pueblo. Y sin embargo dicen que aman la democracia.
Con esa dolencia del alma morirán y serán olvidados.