El mismo general Isaías Medina Angarita cuenta la historia por él vivida el 18 de Octubre de 1.945, cuando ocupando la Presidencia de la República de Venezuela dirigentes adecos junto a un grupo de militares le dan un golpe de Estado a su gobierno. He aquí el relato.
“El 18 de Octubre para mí fue una sorpresa. Tenía, y no me duele proclamarlo, la confianza más absoluta e inquebrantable en la lealtad acrisolada de los Oficiales del Ejército Nacional. No en la lealtad hacía un hombre, sino hacía el Presidente de la República y hacía la superioridad jerárquica, no la lealtad hacía un grupo político, sino hacía la Constitución y Leyes de la República que habían jurado defender aun al precio de la propia vida. Todos los que teníamos alguna injerencia en la vida del Ejército veníamos sinceramente empeñados desde hacía muchos años en trabajar por despersonalizarlo, por hacerlo arma de la Ley no facción personal del caudillo, por hacer de él, de su moral y de su disciplina, la más segura base de la vida institucional del país. Y ese esfuerzo parecía lograrse. El los difíciles días que siguieron a la muerte del general Gómez la conducta del Ejército fue ejemplar y a ella exclusivamente se debió que hubiera podido hacerse de un modo pacífico y positivo la transición de la dictadura al régimen constitucional. Esa actitud sorprendió a muchos que habían estado esperando esa hora con terror. Pero a los militares no nos sorprendió. Sabíamos por experiencia propia, por voz de la propia conciencia, que dentro de los cuarteles se había ido forjando un sólido concepto del deber y del servicio a la Patria. Eso fue lo que entonces muchos llamaron el milagro venezolano. Tiempo después, cuando ocurrió durante mi Gobierno la descabellada tentativa de insurrección de un grupo de clases, que fue condenada por todos los sectores de la opinión nacional, incluso del Partido Acción Democrática en los términos más categóricos, tuve la satisfacción de ver que ni un solo oficial aparecía complicado.
Esa fe absoluta en la lealtad del Ejército se acrecentaba ante la consideración de que no existía ningún motivo de conspiración. Faltaban escasos meses para terminar su período el Gobierno más liberal y democrático que había conocido la República. En medio de las mayores libertades iba a sucederle un magistrado civil, adscrito al programa político de un Partido sincera y probadamente democrático. Nadie dudaba que las instituciones democráticas iban en camino de mayor y definitivo afianzamiento y de que en ese nuevo período, de régimen enteramente civil y de partidos, se cumpliría la prometida reforma que haría la elección presidencial directa y popular. Pero desgraciadamente había quienes conspiraban. Civiles que poniendo de un lado los principios republicanos y democráticos que decían profesar se dedicaban a fomentar un cuartelazo que les diera el poder de manera rápida y criminal; y militares que olvidados de su juramento y de su misión, iban a hacer de su honor escalera para que los ambiciosos llegaran al codiciado mando.
Mi fe, esa voluntad de no creer en el mal, sufrió un tremendo choque. Oficiales del Ejército que habían sido objeto de toda clase de distinciones profesionales y de estímulos habían tomado el camino de la subversión, y habían tomado las armas para dirigirse contra aquellos que encarnaban la dignidad y legitimidad, las instituciones y la soberanía de la República. Pero antes de seguir adelante, debo decir ahora que no me arrepiento de esa fe puesta en el Ejército Venezolano. Prefiero haber caído por tenerla, que haberme conservado en el poder en un ambiente de engaño, desconfianza y deshonor. Y no me arrepiento además, porque los hechos han venido a demostrar que no estaba mal puesta y fundada. No fue el Ejército de Venezuela el que traicionó al Gobierno legítimo, ni el que se alzó contra las instituciones, ni el que rompió el camino democrático de la República para lanzarla por el precipicio del caos, de la revuelta y de la inseguridad”.
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