Ningún muerto se detiene a reflexionar sobre el método con que pierde la vida. En el mundo del más allá lo único que existe es la eternidad de la inexistencia. Si una muerte de un miembro del Secretariado de las FARC pesa un mundo, dos muertes del mismo organismo tienen que pesar dos mundos y medio, por lo menos, independiente de las metodologías con que los hayan asesinado.
La muerte de Raúl Reyes, y especialmente en un momento en que dialogaba sobre la inminente posibilidad de liberación de los rehenes de la guerra que están en poder de las FARC, no sólo es un golpe durísimo para la organización revolucionaria, para los revolucionarios del mundo entero, sino también para los rehenes y para las probabilidades de un diálogo franco por el canje humanitario y por un tiempo que no sea ni de verdadera paz ni de verdadera guerra, siendo esto lo máximo que podría lograrse, de manera concertada por los bandos en conflicto armado y político, mientras perdure el capitalismo y su entrañable realidad inevitable: la lucha de clases. Pero en honor a la verdad, Raúl Reyes murió por la acción sorpresiva de bombardeo y la penetración de fuerzas del ejército colombiano al territorio ecuatoriano donde estaba el campamento guerrillero. Fue el original enemigo de clase quien le produjo su muerte junto a más de una veintena de guerrilleros y personas que allí estaban de visita. Fue, sin duda, un genocidio, una masacre, reconocida por casi todo el mundo menos por los gobiernos de Estados Unidos, de Colombia y un poco de epígonos que están bien identificados como perros de la guerra, esos que disfrutan de la muerte de los adversarios sin detenerse en la aplicación de los más crueles medios que se usan para su fin, porque lo que interesa es la ganancia económica que produce el comercio indiscriminado de las armas de la violencia social. Aun así, la muerte de Raúl Reyes tiene que doler en el corazón y en el alma de todos los que profesen el ideal de la redención de la humanidad. Y el gobierno colombiano fue tan cínico y tan inhumano que ni siquiera entregó el cadáver a sus más cercanos familiares.
La muerte de Iván Ríos, merece una reflexión muy especial por lo monstruoso de la misma. Fue un asesinato extremadamente vulgar, repugnante, miserable, odioso y asqueroso. No sé si Rojas –el que se atribuye el ‘heroísmo’ del abominable hecho- era o no un infiltrado. Si lo era mucho supo hacer su labor de sapa, porque es inconcebible que una persona llegue hoy a la insurgencia y mañana esté en el comando o guardia personal de un miembro del Secretariado de las FARC o del Comando Central (COCE) del ELN. Según dice el mismo Rojas llevaba más de una década de militancia en las FARC, lo cual –se supone- hizo que se ganara la confianza para engrosar al grupo que andaba día y noche al lado del comandante Iván Ríos. Pienso que es difícil un compromiso de largo tiempo, entre la policía y un agente para infiltrarse y dar muerte a un miembro del Secretariado en las condiciones de la guerra colombiana, teniendo como escenario las montañas, la cantidad de combatientes que rodean al comandante, los anillos de seguridad que deben ser vulnerados para llegarse a su campamento, y otras medidas que la misma experiencia determina sean aplicables con rigurosidad. No estoy afirmando que no se produzca, sino que eso es mucho más viable en lo urbano que en lo rural. Y si fuera en este último escenario tendría que ser una operación de tiempo record y no prolongado.
Desde hace unos cuantos años las FARC modificó todo su esquema de seguridad, por lo menos, dentro del territorio colombiano que les ha permitido superar escollos y frustrar muchos intentos del Estado colombiano de agarrarlos por sorpresa para aniquilarlos. Aunque Rojas se hubiese ganado la mayor de todas las confianzas de Iván Ríos, es insólito pensar que éste iba a quedarse solamente con su compañera, con Rojas y dos más completamente separados del resto de guerrilleros. Eso sólo hubiese sido posible imaginarlo si se hubiera presentado un bombardeo con asalto de tropas del gobierno al campamento de Iván Ríos, no habiéndole dejado tiempo para aplicar las primeras medidas del plan de emergencia que implica una respuesta inmediata del grupo de contención para que se realice una retirada ordenada de la guerrilla en medio del más intenso tiroteo que se produzca por efecto del ataque sorpresivo del enemigo. Un infiltrado de tiempo prolongado corre el riesgo de terminar simpatizando con sus adversarios si tomamos en cuenta que el trato o la relación personal y colectiva dentro de un movimiento insurgente revolucionario implica el ejercicio de poderosas razones de humanismo, cosa muy distinta al comportamiento que es verdadero en un ejército mercenario, donde el soldado sólo existe para callar, obedecer y cumplir las órdenes de sus superiores. Incluso, en los cuarteles construidos en las zonas más intrincadas de la selva donde se aposenta el ejército colombiano hasta un ciego nota las diferencias de clases (entre oficiales, suboficiales y soldados) en dormitorios, en salones de recreación, en los comedores y las comidas, en los servicios de salud, en los baños y, por supuesto, en el trato verbal y físico.
Sería ridículo creer que Maralunda o Nicolás Rodríguez, por ejemplo, van hacer cola para recibir los alimentos, pero si se construyen cambuches de plástico y camas de macanillas para el grupo insurgente, tengan la seguridad que ni el de Marulanda ni el de Nicolás Rodríguez serán de adobe o de acerolic ni la cama será de madera caoba. Y si hablamos de los alimentos, son los mismos que consume el resto de guerrilleros, salvo que por razón de salud sean sometidos a una dieta especial y eso vale igual para cualquier combatiente.
Bueno, haya sido Rojas infiltrado o no, lo que hizo fue tenebroso, terrible, espantoso, abominable, repudiable, imperdonable. La muerte de Iván Ríos debió ser –se me ocurre pensarlo- por envenenamiento o ahorcamiento, que no le haya dado chance ni de pegar un leve grito que fuera capaz de ser escuchado por los combatientes más cercanos a su cambuche o al lugar en que se encontraba a la hora de morir. Y es más difícil aun creer que dos a tres personas hubieran gozados –por más infiltrados que fueran- de oportunidades para asesinar al mismo tiempo a Iván Ríos y a su compañera. Ninguno de los dos ¿gritó? No tuvieron tiempo ni siquiera de decir: ¿Qué pasa aquí? Esto hubiese sido suficiente para que se hubiera formado un alboroto en el campamento de Iván Ríos. Y preguntemos entonces: ¿Hubiesen tenido chance, Rojas y sus cómplices, de salir con vida y con una mano del comandante del área del campamento? Cómo hubiesen podido burlar los anillos inferiores al campamento de Iván Ríos con una persecución de esas que hace la guerrilla –incluso- contra un desertor normal sin que haya asesinado a ninguno de sus camaradas? Parece que hay mucho gato encerrado en el asesinato de Iván Ríos. Sin duda la FARC debe tener una versión bastante acabada sobre el suceso que sabrá darla a conocer públicamente en su momento oportuno. Lo cierto es que la muerte de Iván Ríos, por la metodología de la misma, causa más de un dolor, porque ahora corresponde buscar (por mar, aire y tierra) a Rojas para que responda por ese bochornoso y repudiable crimen. Y nadie mejor podría juzgarlo y condenarlo que un tribunal de las FARC, debido a que ya los del Estado colombiano lo absolvieron y lo premiaron con una cantidad de dólares que muchos futbolistas profesionales en Colombia no se ganan en diez temporadas de juego.
En fin: si la muerte de Raúl Reyes duele un mundo entero, el de Iván Ríos tiene que doler, mínimo, mundo y medio.