El Ecuador está discutiendo una nueva constitución. Entre las propuestas se abre la posibilidad de reconocer, por primera vez en la historia, los derechos de la naturaleza. Parece una locura querer que la naturaleza tenga derechos. En compensación, parece normal que las grandes empresas de los EE.UU. disfruten de derechos humanos, como fue aprobado por su Suprema Corte en 1886.
El mundo pinta naturalezas muertas, sucumben los bosques naturales, se derriten los polos, el aire se torna irrespirable y el agua indispensable, se plastifican las flores y la comida, el cielo y la tierra se vuelven completamente locos.
Y mientras todo esto sucede, un país latinoamericano, el Ecuador está discutiendo una nueva Constitución. En esa constitución se abre la posibilidad de reconocer, por primera vez en la historia universal, los derechos de la naturaleza.
La naturaleza tiene mucho que decir, y ya va siendo hora que nosotros, sus hijos, dejemos de fingir que somos sordos. Y tal vez hasta Dios escuche el llamado que está saliendo de este país andino, y amplíe al décimo primer mandamiento, que olvidó en las instrucciones que nos dio allá en el Monte Sinaí: “Amarás a la naturaleza, de la cual eres parte.”
En los hechos, no son pocos los que continúan sin derechos, pero por lo menos ahora se reconoce el derecho a tenerlos, y esto es bastante más que un gesto de caridad de los señores del mundo para consuelo de sus siervos.
¿Y la naturaleza? De cierto modo puede decirse que los derechos humanos abarcan a la naturaleza, porque ella no es una tarjeta postal para ser vista desde afuera; más bien la naturaleza sabe que hasta las mejores leyes humanas la tratan como un objeto de propiedad y nunca como un sujeto de derecho.
Reducida a una mera fuente de recursos naturales y buenos negocios, ella puede ser legalmente maltratada y hasta exterminada, sin que sus quejas sean escuchadas y sin que las normas jurídicas impugnen la impunidad de los criminales. A lo máximo, en el mejor de los casos son las víctimas humanas las que pueden exigir una indemnización, más o menos simbólica, y eso siempre después que el mal fue hecho, pero las leyes no evitan ni detienen los atentados contra la tierra, el agua y el aire.
Parece extraño ¿no? Esto de que la naturaleza tenga derechos…Una locura. ¡Como si la naturaleza fuera una persona! En compensación parece muy normal que las grandes empresas de los Estados Unidos disfruten de derechos humanos. En 1886 la Suprema Corte de los Estados Unidos, modelo de la justicia universal, extendió los derechos humanos a las corporaciones privadas. La ley les reconoció los mismos derechos de las personas: derecho a la vida, a la libre expresión, a la privacidad y a todo el resto, como si las empresas respirasen. Más de 120 años ha pasado y así continúa siendo. Nadie queda extrañado con esto.
Gritos y susurros.
Nada hay de extraño ni de anormal en el proyecto que quiere incorporar los derechos de la naturaleza a la nueva Constitución de Ecuador.
Este país sufrió numerosas devastaciones a lo largo de su historia. Para citar apenas un ejemplo, durante más de un cuarto de siglo, hasta 1992, la empresa petrolera Texaco vomitó impunemente 18 billones de galones de veneno sobre tierras, ríos y personas. Una vez cumplida esta obra de beneficencia en la Amazonia ecuatoriana, la empresa nacida en Texas celebró su casamiento con la Standard Oil, de Rockefeller, pasando a llamarse Chevron y siendo dirigida por Condoleezza Rice. Después un oleoducto transportó a Condoleezza a la Casa Blanca, mientras la familia Chevron-Texaco continuaba contaminando al mundo.
Pero las heridas abiertas en el cuerpo de Ecuador por la Texaco y otras empresas no son la única fuente de inspiración de esta gran novedad jurídica que se intenta llevar adelante. Además, y no menos importante, la reivindicación de la naturaleza es parte de un proceso de recuperación de las más antiguas tradiciones de Ecuador y de toda América. Apunta a que el Estado reconozca y garantice el derecho de mantener y regenerar los ciclos vitales naturales, y no es por casualidad que la Asamblea Constituyente comenzó por identificar sus objetivos de renacimiento nacional con el ideal de vida de sumak kausai. Esto significa, en lengua quechua, vida armoniosa, armonía entre nosotros y armonía con la naturaleza, que nos genera, nos alimenta y nos abriga y que tiene vida propia y valores propios para todos nosotros.
Estas tradiciones continúan milagrosamente vivas, a pesar de la pesada herencia del racismo, que en Ecuador como en toda América, continúa mutilando la realidad de la memoria. Y no son sólo patrimonio de su numerosa población indígena, que supo perpetuarlas a lo largo de cinco siglos de prohibición y desprecio. Pertenecen a todo el país y al mundo entero, estas voces del pasado que ayudan a adivinar otro futuro posible.
Desde que la espada y la cruz desembarcaron en tierras americanas, la conquista europea castigó la adoración de la naturaleza, que era pecado de idolatría, con penas de aceite, horca o fuego. La comunión entre la naturaleza y el pueblo, costumbre pagana, fue abolida en nombre de Dios y después en nombre de la civilización. En toda América, y en el mundo continuamos pagando las consecuencias de ese divorcio obligatorio.