Esta recién comenzada temporada de "calentamiento de calle" durará seis meses. No tiene nada que ver con el primer aniversario de la salida de la señal abierta de Rctv o la puesta en marcha de TVes, aunque esa sea la excusa.
Tampoco está relacionada con otros temas que pudieran afectar al ciudadano común, como el acaparamiento o la especulación. Es, nuevamente, una vulgar maniobra electorera que buscará desempolvar zapatos de goma y equipamiento para caminatas para intentar ganar espacios en los gobiernos regionales.
Dicho en otras palabras, de aquí a noviembre, la oposición intentará obtener votos a costa de la tranquilidad del ciudadano común que se verá obligado a buscar atajos inexistentes para llegar a su destino, porque cuatro gatos estarán trancando la calle. Qué fastidio.
Esta semana, algunas centenas de estudiantes, bajo el audaz grito de "libertad", recorrieron la avenida Universidad. Conmemoraban la no renovación de la concesión al Canal 2. Está bien. Es su derecho. Lo que marcó la pauta ciertamente original del asunto fue que el recién laureado líder del grupo se dedicó a lanzar desde su tarima, encaramado en un camión como otrora hicieran las reinas de belleza en sus carrozas, ejemplares de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela –ediciones en miniatura, azules como las que usa el Presidente–. La Carta Magna en manos de esos muchachitos, muchos de los cuales hasta vestían franelas rojas, pone en evidencia lo que será de ahora en adelante su estrategia: si no puedes con tu enemigo, por lo menos trata de parecértele a él.
Paciencia, pues.
Pero, al margen de los ejercicios de tolerancia que habrá que hacer de aquí en adelante, no se le pueden escapar a uno pensamientos que ponen en evidencia el absurdo de lo que sucede en Venezuela. Hace pocos días, el mundo entero conoció el video que, sobre su organización, hicieron circular las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia a propósito de la muerte de su legendario líder, el mítico luchador Manuel Marulanda.
Vimos allí muchos rostros jóvenes, curtidos por el sol, con la reciedumbre que confiere la conciencia social y la fortaleza de quien es capaz de entregar su vida en la búsqueda de un ideal. A esos muchachos de allá nadie les da premios, ni salen en titulares de prensa como no sea para llamarlos bandoleros o terroristas. Aquellos, si acaso, comerán una vez al día y su vida transcurre entre la zozobra y la esperanza. No les espera en su casa una cama caliente ni el consuelo de un afecto cuando fallan las fuerzas. Cuando vi las miradas de las muchachas, pensé en sus angustias y las imaginé tragando lágrimas para no debilitarse ante sus camaradas; las creí soñándose madres y anhelando paz. Me pregunté cómo serán sus miedos en las noches. Intuí en los hombres determinación y vocación de lucha, desprendimiento y generosidad. La vida propia a cambio de justicia social. Allá, en la selva, no hay espacio para el egoísmo, para el individualismo o para el consumo; no hay discotecas ni viajes al exterior, mucho menos cuentas bancarias. Por allá lo que sobran son ideales. Una pequeña diferencia.
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