¡Las vidas del camarada Tirofijo y su muerte!

Los enemigos de la emancipación del mundo están de fiesta, festejan su alegría como si el imperio recibiera una bendición divina de ser eterno sobre una esclavitud celestial de los oprimidos. ¡Ha muerto el camarada Manuel Marulanda Vélez, Pedro Antonio Marín o Tirofijo!, que son el mismo. Hay dolor en los pueblos y hay dolor tan intenso como es la dimensión del mar en el corazón de la insurgencia colombiana y, especialmente, en las FARC-EP. Tres miembros del Secretariado han viajado a la eternidad de la muerte en menos de cuatro meses: Raúl Reyes (asesinado en una operación sorpresa en territorio ecuatoriano violado por el ejército colombiano), Iván Ríos (asesinado por unos verdugos que se hacían pasar por revolucionarios), y Marulanda Vélez, de un infarto por prolongada vida. Quizás, muy pocas organizaciones revolucionarias en América Latina han sufrido semejante dolor en tan poco tiempo luego de una tan larga y fructífera experiencia de lucha revolucionaria.

 Seis décadas de combate, de experiencia, de adversidades y triunfos, de flujos y reflujos, de sabiduría nacida de las profundas y complejas realidades de la lucha política en diversas expresiones, andadas en el cuerpo y el alma de un distinguido y extraordinario revolucionario, excelso comandante de la guerra de guerrilla y de la resistencia armada, como lo fue el camarada Manuel Marulanda Vélez, máximo jefe de las FARC-EP. Ha muerto un hombre excepcional de la lucha revolucionaria del siglo XX y comienzo del XXI. Eso, como sea, tiene que doler como le duele a un pueblo la libertad que aún no ha conquistado y que le falta para emanciparse de explotadores y opresores.

 Los oligarcas, los enemigos de la revolución, los enconados adversarios del socialismo y aduladores del capitalismo, festejan, se ríen, se frotan las manos de alegría pero tratan de ser unos –por oportunismo y no por otra cosa- comedidos en sus palabras de análisis sobre las consecuencias de la muerte del camarada Pedro Antonio Marín. Lástima que no esté con vida el excelente biógrafo del camarada Manuel Marulanda, Arturo Alape, para que nos describa una biografía exacta y esplendorosamente bien escrita sobre los que festejan la alegría y sobre quienes sienten en la hondura del corazón el dolor por la muerte de Tirofijo. En el palacio de Nariño se hizo el brindis de rigor alegando que estaban celebrando una razón de fecha histórica a favor del capitalismo salvaje, de la muerte y de la opresión.

 El nivel alcanzado del conflicto político armado que padece Colombia hará –que las palabras iniciales de Lenin en su obra “El Estado y la Revolución”, truenen en los oídos del mundo presente en, por lo menos, todo el ámbito de la América Latina, para recordarnos que el imperialismo capitalista, es un fantasma tan salvaje que no tiene reparo alguno en especular –a su favor- la muerte de un eminente revolucionario en cualquier tiempo y lugar. Si parafraseamos a Lenin diríamos, que en los enemigos o ideólogos del capitalismo salvaje se repetirá la verdad de las siguientes palabras como si fuesen nacidas del fondo de sus almas adoloridos por el fallecimiento del camarada Manuel Marulanda Vélez, comandante en jefe de las FARC-EP: “Con la vida y obra de Tirofijo acaecerá lo que ha ocurrido repetidas veces en la historia con las vidas y obras de los luchadores revolucionarios y de los líderes de los movimientos en lucha por la emancipación. En vida de los grandes revolucionarios, las clases y estados opresores les someten a constantes persecuciones, acogen sus ideas con la rabia más salvaje, con el odio más furioso y las campañas más desenfrenadas de mentiras y calumnias. Después de su muerte se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarlos, por decirlo así, rodear sus nombres de cierta aureola de gloria para ‘consolar’ y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de su ideal revolucionario, mellando el filo revolucionario de éste y envilecerlo”. Sin embargo, estamos viviendo un tiempo de despertar de conciencia revolucionaria en el mundo que muy pocos –si los hubiere- se tragarán las palabras o los falsos sentimientos de los enemigos de la emancipación tratando de especular a su favor haciendo algún elogio –en verdad nunca sentido- del camarada Tirofijo. Otros, intentarán crear disidencias, desmovilización y desarme especulando que con la muerte de Manuel Marulanda Vélez se inicia el fin de la violencia en Colombia, debido a que era él, sólo él, quien la llevaba en su entraña de resentido social. Algunos, como el ministro Santos, se pronuncian entre el elogio y la perfidia para recomendarle a la insurgencia –en general- y a las FARC –en lo particular- que carecen de futuro y que toda su lucha política, en más de cuatro décadas, lo que ha generado es muerte, desolación, destrucción y frustración en la sociedad colombiana. Es necesario, según todos los enemigos de la revolución en Colombia, que los movimientos insurgentes o rebeldes se desarmen y se desmovilicen aceptando las buenas intenciones del presidente Uribe. ¡La muerte de Tirofijo duele no a los verdugos de naciones, sino a los pueblos, porque sólo éstos, de tanto sufrimiento y ser víctimas de la explotación y la opresión sociales, tienen alma, tienen pecho y tienen sentimiento por la justicia social!

 Quienes quieran conocer la obra y el pensamiento del camarada Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo, no tienen más que leer las biografías escritas y publicadas por ese eminente hombre del periodismo, don Arturo Alape, de las cuales diría un excelso periodista como Antonio Caballero: “En los libros de Arturo Alape se destacan por igual dos empeños: la investigación y el trabajo literario. Esta característica de su obra es, a mi parecer, insular en la literatura colombiana, porque con ella Alape ha abierto el camino a un novedoso género que está a caballo entre lo novelesco y la investigación de la realidad histórica y social del país. Aclaro: Alape no novela los hechos históricos y los procesos sociales, sino que logra mantenerles su identidad como tal, pero introduciéndolos en un ámbito literario, ajeno por lo general a la simple redacción del hecho histórico. Y ahí está su acierto. Las vidas de Tirofijo se inscriben dentro de este género, en difícil equilibrio entre literatura e historia, para mostrar el proceso social y político de las últimas décadas y la vida de uno de sus protagonistas, hasta ahora ignorada, a pesar de ser uno de los más mencionados y discutidos”.

 Sin embargo, existe un elemento muy poco narrado o publicitado de la grandeza de un campesino que llegó, sin duda alguna, a la cima de la lucha política –en su expresión de violencia social- como un genio de la guerra de guerrilla. A los pocos años de incursionar en ella pudo poner a prueba todas sus habilidades, sus astucias, sus capacidades, sus conocimientos, sus ingenios en la estrategia como en la táctica para obtener importantes victorias en plena desigualdad de fuerzas y armamento en relación con sus adversarios que, salvo por ausencia del dominio del terreno y carecer del apoyo del sentimiento de las masas, siempre disfrutaron de un poderío militar muchas veces superior y sofisticado y, además, impunidad para matar y reprimir pueblo. Los estudiosos de la guerra y también los movimientos revolucionarios del mundo tendrán, de manera obligatoria, que hacer profundos estudios sobre los aportes de Tirofijo al arte militar mientras en el mundo la violencia social tenga una enorme cuota de responsabilidad, como partera de la nueva sociedad, en la conquista de los sueños de redención para el género humano.

 Manuel Marulanda Vélez que se sepa, no aprobó la primaria. Muy temprano se encontró en la necesidad del trabajo en el campo para la subsistencia humana. También se ocupaba de la práctica del violín y de la esgrima, y ésta le favoreció para adquirir una extraordinaria relación de brazos, cuerpo y ojos en una acción de rapidez y la voz de mando que va saliendo del cerebro como enflechada, como lo narra Arturo Alape. El grito, aquel 9 de abril de 1948, “¡Mataron a Gaitán!, vino a transformar el sentimiento o el estado emocional del joven Pedro Antonio Marín. Vino la cacería de hombres que sin ser culpables del asesinato del líder Gaitán tuvieron que pagar con sus vidas la inocencia de ser militantes “políticos” en un tiempo en que la dirigencia de conservadores y la de los liberales prácticamente tenían la misma raíz de ser oligarcas explotadores y opresores del pueblo colombiano. Aún sigue siendo así y no de otra manera. Fue el momento en que Pedro Antonio Marín se dijo para sí mismo: “ya se jodió esto y el negocio...”. No era el joven Pedro Marín un amante de la violencia sino un pacífico comerciante que intentaba asegurase una vida digna para él y su familia. El asesinato de Gaitán hizo brotar la violencia como esa expresión de justa venganza que llevan los pueblos por dentro cuando les quieren oscurecer su destino eternamente con la muerte de sus propios hombres y mujeres, víctimas de sus opresores. Unos pocos días después ya el joven Pedro Marín estaba seguro que la muerte de Gaitán había sido “… el comienzo de esa situación que conocí en El Dovio. Detrás de mí como sombra maligna, la violencia. Llegaba a un pueblo, a otro y ahí estaba esperándome como queriendo desterrarme y si no había llegado por tardanzas en el camino, a la semana siguiente aparecía. Me arrastraba en sus aguas, las arrastraba en su corriente como si fuera una cita que debía cumplirse”.

 La represión del gobierno fue tan salvaje que mataban pueblos en sus cimientos. Pasó por Betania, Dovio, Devis, Naranjal, Bogotá, Ceilán, Chocó, Tulia, Primavera, Riofrío, Toro, Gaitania y por donde hubiese olor a protesta popular y dejaban ensangrentadas las calles llenas de muertos y de muertas, los ríos contaminados de cadáveres, y los que se salvaron tuvieron que internarse en montañas a convivir con la intemperie y el sufrimiento. El joven Pedro Marín no podía, por ninguna circunstancia, ser indiferente a ese episodio de tanta gente masacrada, tanta sangre y lágrimas derramadas y tanto sudor de pueblo desesperado buscando la salvación. La única forma que ofrecía el gobierno al pueblo para salvarse y no ser víctima del exterminio social, era renunciar a ser liberal, a ser rebelde, a dejar de defender el derecho a la vida y la libertad de pensamiento para enrolarse en las filas del partido conservador. El gobierno tenía de antemano escrita la renuncia al liberalismo y la inscripción en el conservadurismo para cada lugar en concreto estampar la huella de un dedo que lo legalizara: “Nosotros los suscritos ciudadanos colombianos, mayores de edad, vecinos del municipio de Bolívar (V) con residencia habitual en el corregimiento de El Naranjal, cedulados bajo los números abajo citados, en completo goce de nuestras facultades mentales, de nuestra absoluta y espontánea voluntad, sin presión o coacción de directiva alguna, en forma enérgica y orgullosa y bajo la gravedad del juramento, ante Dios y los hombres, y en presencia de testigos, declaramos: Que protestamos del partido liberal y de seguir siendo en sus filas los soldados de antes, porque ese partido es el de la anarquía, disociador moral, que atenta contra el orden y las buenas costumbres y contra la Iglesia Católica, como lo demostró el 9 de abril. Desde hoy perteneceremos al partido conservador, único que respeta el patrimonio legado por el Padre de la Patria. Juramos defender al partido conservador hasta morir”. Lo que no sabemos a ciencia cierta si los conservadores tienen el mínimo respeto de reconocer a Simón Bolívar como Padre de la Patria o es un disfraz para hacer valer el egoísmo y el personalismo de Francisco de Paula Santander. El joven Pedro Marín no podía, por ninguna razón, aceptar esa condición de rendición. Por sus venas corría la sangre liberal, pero de ese liberalismo que no era oligárquico ni opresor de pueblo, sino de combate por la justicia social.

 Cuando desde el parlamento comenzó a dispararse contra todo el país nacional, el joven Pedro Marín, se convenció para siempre que debía pensar distinto a como hasta ahora lo venía haciendo. Era un tiempo en que detrás de un canto en honor a Laureano Gómez o a una virgen venía una matanza de liberales por los gendarmes de los conservadores. En el río Cauca el joven Pedro Marín se percató para siempre de la violencia al observar a diario tantos cadáveres de pueblo arrastrados por las aguas. Y a la violencia reaccionaria no existe otra forma de vencerla que con la violencia revolucionaria. El término medio es para los pacifistas que gustan vivir o estar bien con Dios y con el Diablo al mismo tiempo o por separados. Pero, al decir una gran verdad, el ingenio –esencialmente- militar de Tirofijo comenzó a evidenciarse con grandes éxitos desde Marquetalia, cuando lo mejor del ejército colombiano, abultado en cantidad de hombres y armamentos y con toda la logística del Estado a su disposición, quisieron reducir a la nada a los pocos hombres y mujeres que hacían vida en esa región de Colombia. La genialidad de Marulanda Vélez hizo posible el éxito de los poquísimos muy mal armados sobre los muchísimos muy bien armados. De allí en adelante Tirofijo es en sí mismo una historia consagrada a la lucha sumando triunfos a la causa revolucionaria.

 Por lo general, no metamos a Cuba por su triunfo y permanencia revolucionaria en el tiempo, digamos que durante la segunda mitad del siglo XX en América Latina, los movimientos revolucionarios siempre estuvieron dirigidos por intelectuales conocedores de doctrinas filosóficas, políticas y, especialmente, del marxismo. Con acierto o sin acierto, ya no queda ni rastro de esa realidad. Por una u otra razón la lucha armada cesó en todo el ámbito latinoamericano, salvo en Colombia. En ésta, en cambio, sucedió y en cierta forma sigue aconteciendo, los movimientos revolucionarios han tenido como máximos dirigentes a hombres nacidos en el campo que no concluyeron el estudio de la primaria, sin el normalismo de la academia profesional, hombres que como autodidactas se formaron y adquirieron un elevado nivel de conocimientos al calor de la lucha guerrillera, en la plena adversidad de realidades que crean más una cultura de la guerra que oportunidades para la rigurosa formación política e ideológica. En el caso de las FARC, nadie, absolutamente nadie, osó disputarle la supremacía –como dirigente- al camarada Manuel Marulanda Vélez, quien se la fue ganando en tiempo récord por todas las grandezas desplegadas a lo largo y ancho de su participación de insurgente guerrillero y su dedicación –con grandes esfuerzos- a la lectura doctrinaria. En el caso del ELN, ha sucedido lo mismo con el camarada Nicolás Rodríguez, aunque cabe destacar que por encima de él estuvieron unos jóvenes intelectuales colombianos que forjaron la idea de la creación de la organización revolucionaria y que actualmente se mantiene como la segunda fuerza guerrillera en Colombia. Ambos, hasta la muerte del camarada Tirofijo, rodeados de –esencialmente- hombres aún jóvenes que se caracterizan por un respetable nivel de formación político-ideológico, tales como en las FARC: Alfonso Cano, Timoleón Jiménez, Iván Márquez, entre otros, y un experto militar como el Mono Jojoy; y en el ELN: Antonio García y Pablo Beltrán, entre otros. Ese elemento, a la hora de un riguroso y profundo estudio de la historia colombiana de las últimas cinco décadas, no puede ser relegado como elemento esencial del protagonismo individual en los acontecimientos que la han caracterizado dentro de un largo y complejo contexto de violencia social.

 En las FARC hubo un maestro ideológico de la dimensión del camarada Jacobo Arenas y de algunos dirigentes del partido comunista bien equipados de formación intelectual, que dejaron impregnada a una dirigencia de ideología marxista, pero también –hasta hace pocos días- hubo un hombre de la talla inmensa de Manuel Marulanda, quiérase o no reconocerlo o duélale a quien le duela, un genio del arte militar que dejó demasiadas enseñanzas en la conciencia de lucha revolucionaria en miles de combatientes de ambos sexos, capaces de producir estruendosos reveses a fuerzas armadas adoctrinadas y equipadas en las escuelas militares de Colombia y de Estados Unidos.

 Ahora, cuando el camarada Tirofijo ha partido al mundo subterráneo de la tierra, brotarán opiniones de todo género: unos para elogiarlo y otros para vilipendiarlo. La vida de un excelso revolucionario conlleva en sí mismo ese diptongo político. Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo –hace décadas Pedro Antonio Marín- fue de esa estirpe de revolucionarios que se ganan un sitial en la historia de la lucha política y revolucionaria sin preámbulos ni lisonjas. Su estatura ya está medida por el tiempo. Nadie se la puede achicar, pero tampoco necesita que se la abulten con episodios inventados a la imagen y semejanza de los buenos deseos de sus admiradores.

 Como muchos años antes murió el Charro Negro, Jacobo Prías Alape y Fermín Charry –que eran la misma persona -, también murió Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez y Tirofijo –que eran la misma persona-, con tres nombres para un solo cadáver. La vida, lo dice Arturo Alape, no siempre tiene la largura deseada, pero ¿quién?, se atrevería decir que Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo –que son el mismo- ¿no vivió? Sencillamente, el mundo ansioso de emancipación, sólo está despidiendo a un revolucionario que murió construyendo sueños de libertad. El día en que ya Colombia liberada de sus detractores y hablen sus montañas, sus ríos, sus llanos, sus nevados, sus praderas, sus aves, sus bejucos, sus árboles, sus piedras, sus páramos, sus sierras, sus hombres y mujeres de pueblo entero, el nombre o los restos de Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo –que son la misma persona-, cabalgarán entre vítores y aplausos colectivos como si fuera una lluvia que viene a calmar la sed de un pueblo que se estaba muriendo de sol.

 El enemigo lo mató tantas veces como tantas veces vivió para gloria y orgullo de los pueblos que claman por su redención social. ¡Honor eterno al camarada Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo!, que son el mismo personaje de la historia latinoamericana en rebeldía por la emancipación del género humano. Lástima o mejor dicho: da sentimiento que Tirofijo no haya visto con sus propios ojos el triunfo de la revolución en Colombia por la cual entregó toda vida durante seis décadas y unos años más.

Y para finalizar, en esta oportunidad, confieso que releí con mucho más atención y cuidado el libro “Las vidas de Tirofijo” del mencionado anteriormente distinguido periodista, también fallecido, Arturo Alape y eso, quiéralo uno o no al lado de la emoción de mejor conocer y entender su pensamiento y su obra a través de la lectura, produce una gran dosis de nostalgia al saber que ya no existe el camarada Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda o Tirofijo –que son la misma persona- en carne, agua, huesos, músculos, venas, tendones, piel, cabellos, poros, uñas, dientes, muelas y sangre.



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Freddy Yépez


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