La seguridad creen algunos es el gran tema conservador, materia de la derecha y de las clases dominantes, recurso de la inteligencia reaccionaria. Pero, a decir verdad, sólo en su aspecto negativo, en tanto puede administrar la inseguridad y con ello los miedos y los temores más profundos del ser humano. La imagen clásica del Estado liberal o burgués representa a la sociedad como una masa inmanejable de individuos egoístas que debe ser controlada por una máquina institucional y, más contemporáneamente, domesticada por el poder mediático. Como si la realidad se le escapara al hombre de las manos.
Esta enajenación fundamental de lo político, este irrespeto por la voluntad humana, esta automatización de las circunstancias y burocratización de la vida, es lo que sostiene la legitimación de la democracia representativa y la cohesión social cuando ya no existe, en sentido estricto, una sociedad sino un puro sistema económico ordenador del mundo; orden global que Marx denominaba “capital”.
Para las relaciones del capitalismo, la seguridad significa esencialmente la protección de los bienes y de los "recursos" humanos, en la medida en que estos deben ser administrados por igual, esto es, hombres, bienes y dinero se rigen por las mismas leyes, las mismas instituciones y la misma moral. En un mundo así es inevitable la descomposición y la degradación de la dignidad humana.
Lo que los historiadores han llamado “socialismo real” es criticable ciertamente en todos sus aspectos. Pero, no por casualidad, logró mantenerse en Europa por más de setenta años y en Cuba desde hace casi medio siglo. Estos sistemas lograron, al menos, apropiarse del problema de la seguridad en todos los ámbitos de las necesidades vitales. Por ello, duraron mucho más que los veinticuatro meses del socialismo del Siglo XXI.
Hoy cuando socialismo significa ante todo inventar una sociedad que no se ve muy bien dónde está, la existencia individual no debe ser tomada como algo banal para la política revolucionaria, pues el socialismo es el único empeño político capaz de reivindicar el valor inestimable de la vida singular. Es en ese contexto, cuando en medio del sicariato, del atraco, del secuestro, de la puñalada y de todos los tipos de inseguridad personal, la reivindicación colectiva pasa necesariamente por la protección del sujeto individual. Es falsa la antinomia que pone al colectivo como antitesis o negación de lo particular. La distinción de la esfera pública y estatal contra la esfera individual y privada es inmanente a la concepción burguesa de la realidad, que oblicuamente se apropia de los conceptos clásicos de “imperio” público y “dominio” privado, donde lo político es lo contrario de lo económico, lo público enemigo de lo privado. Y está distinción meramente ideológica es la que ha contribuido a envilecer y a idiotizar nuestras existencias desde la revolución francesa. Las horribles violaciones, matanzas, homicidios y aberraciones se nos presentan como hechos inexorables y casuales que no nos son dables cambiar sino en un horizonte utópico. La inseguridad se nos ha vuelto puramente un lamento.
Pero para el poder público esto no puede ser así. En un simple estupro se juega la soberanía del Estado. De la seguridad personal a la seguridad de la nación, pasando por las seguridades económicas y la certeza de un futuro, la soberanía de una república siempre se pone en cuestión. El descuido, por no decir la negligencia, con la cual se trata los problemas relativos a la seguridad personal, pasa a ser el caldo de cultivo donde las fuerzas de la reacción abrevan para seguir parasitando el esfuerzo de la liberación y del progreso. Un alcalde, no importa cuan gris y charlatán sea, que en nuestro país logre reducir la acción delincuencial puede convertirse en un factor de poder político más poderoso que todas las buenas ideas e intenciones, como saben bien los alcaldes de oposición. Incluso los jacobinos se preocuparon, como es notorio, por la seguridad personal.
Otra de las inseguridades que atenta contra la revolución es este vaivén conceptual que pasa a cada rato del nacionalismo al socialismo, de la acción práctica al leguleyismo, de la organización comunal a la mera vocería mediática, y dónde los únicos personajes que siempre termina sonriendo son los Escotet, los Cisneros y los Mendoza. Se grita “Patria, socialismo o muerte” muy fácilmente pero con más facilidad aún se protege a la derecha endógena y a los funcionarios rastacueros. Se tarda menos en expulsar a Tascón del PSUV que a cualquier gobernador mercachifle cuya intención manifiesta fue siempre la de hacer negocios.
Del mismo modo produce inseguridad que un día se promueva una ley con un entusiasmo desmedido y a la mañana siguiente, con mayor entusiasmo aún, se la critique con súbita vehemencia para retirarla de la Gaceta Oficial. Todo lo urgente termina aquí por posponerse. Grandes revolucionarios quedan en ridículo mientras la infatuación de la mediocridad opositora encuentra el espejo de su petulancia. Parece que estamos entrando a una transición infinita al socialismo donde sólo triunfan las voces más cínicas.
El “indecisionismo político” parece ser la nueva teoría política que se desprende de los últimos tropiezos del “proceso”, que ya casi nadie, por cierto, llama de esa forma, como si las cosas se hubiesen detenido en un tiempo sin futuro. El indecisionismo tal vez es el resultado de la mayor inseguridad de la revolución: la inseguridad que el gobierno le tiene a las fuerzas creadoras de la gente, de la comunidad, del pueblo. Donde todo termina perdiéndose antes de tiempo, donde los cuadros envejecen en un escritorio esperando una orden que no llega o que contradice a otra orden que llegó cinco minutos antes, donde la “transferencia del poder” es un puro poder de transferencia. No hemos vuelto una estación de metro que cada día se colapsa más de expectativas que no se cumplen. Vamos hacia el socialismo como quien va hacía el horizonte, como si el socialismo no naciera de una vez. Recordémonos del Gramma, de los Bolcheviques, de la Gran Marcha. Incluso Allende, con su lento constitucionalismo, hizo más en nueve meses que nosotros en nueve años.
Las inseguridades que vivimos pueden volverse pronto las certezas de la derrota. En política, el poder no se pide, se toma. Esto es urgente, pues estamos en un estado tan avanzado de descomposición moral y social que la sociedad terminará por encerrarse y privatizarse en su angustia. Eso es lo que sueñan los mamonitas del capital, vender su “oferta” de seguridad ante la crisis del miedo. El capitalismo global y voraz de nuestros difíciles días requiere del caos para sobrevivir, los seres humanos por el contrario requerimos del orden, no sólo para sobrevivir sino para poder ejercer todas las potencialidades de nuestro ser. No es chapucería, caos y barbarie; socialismo significa ante todo orden y civilización.
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