La carta extraviada de Henri Falcón

El otro día un amigo anarquista casi me vuela los dientes por haberme atrevido a comparar a Stalin con Hitler. Estábamos al borde de un crimen de derecho ordinario mientras hablábamos de las razones de los crímenes políticos. Y en cierto sentido entre la pasión de las masas y la política moderna siempre ha mediado el crimen. Después, como confirmando esta idea, llegué a enterarme que este amigo, de descendencia francesa, tenía un remoto pariente que había sido jacobino. En todo caso, en esa situación desagradable, y llevado por la ansiedad de superar ese escollo, lo único que se me ocurrió fue recomendarle la lectura de un famoso cuento de suspenso. Dejé de saber de él por varias semanas, pero cuando Henri Falcón renunció al PSUV, mi amigo me llamó, me pidió disculpas, insinuó que yo tenia la razón y me repitió mil veces que le había gustado el cuento. Antes de finalizar la llamada, y con cierta iluminación que generalmente me es rara, me despedí afirmando que al final los misterios políticos son sin duda demasiado simples.

Quizá el misterio es demasiado simple, dijo Dupin, el personaje central del cuento “La carta extraviada” de Edgar Alan Poe, y quien terminaría siendo el predecesor de la novela negra. La trama de ese cuento gótico es efectivamente muy modesta: un ministro de la corte francesa, cuando la Restauración, roba una carta ante la mirada de la Reina que a su vez trata de ocultarla de la mirada del Rey. Nada más simple que la intriga. Por ello, el discurso intrigante es el lenguaje más diáfano de los que sólo saben de salmearías y traiciones, típica de la política de salón, que medra en los ministerios, en las mesas situacionales, en las gobernaciones y alcaldías, en las sobremesas legislativas, en la Hojilla TV y en todas las tristes agencias del poder. En este cuento nunca se sabe qué cosa dice la carta robada, y es difícil saber si la Reina había traicionado al Rey o el ministro a la Reina. De un modo muy distinto al drama policial decimonónico, entre nosotros hay muchos funcionarios y revolucionarios de plantilla que están convencidos de que Henri Falcón es un traidor. ¿Cometió traición el gobernador de Lara? Si esto es así, ¿a quién traicionó? Nadie lo dice claramente. Quizá nadie lo dice porque el aturdimiento actual es demasiado fuerte como para poder formular enunciados claros y valientes, quizá porque hay un solo hombre que piensa por todos, al tiempo que los demás deben conformarse con repetir sus palabras volátiles, como guiados por una razón sobrenatural; quizá nadie lo dice porque seria demasiado vergonzoso delatar los motivos de la intriga misma.

Solo Cilia Flores, sin caer en el peligro de sentir los reproches de su disciplinado corazón, tuvo la audacia de revelar la verdad con la mayor naturalidad posible, como si estuviera repitiendo una tabla de multiplicar, como empujada por la evidencia misma de la realidad, como indicando lo obvio, hasta con cierto aburrimiento. La presidenta de la Asamblea Nacional dijo a propósito de Henri Falcón: “¿Es que acaso Henri cree que brilla con luz propia?” Ya esta filípica de la mediocridad es suficiente razón para que cualquier ser un humano con un mínimo de autoestima reflexione sobre su militancia en el PSUV. La postura maquinal de la Presidente de la AN fue toda una revelación de la posición subjetiva que promueve la dirigencia del PSUV: tú no eres nadie sin Chávez.

Este tú-no-eres-nadie-sin-Chávez parece haber devenido el axioma fundamental de lo que hasta ahora ha sido el proceso revolucionario. Mario Silva, encarnando en sí mismo este postulado, es quien, con mayor ahínco, se encarga de resaltarlo todas las noches. En su programa, se empeña en definirnos qué es, qué debe ser y qué podemos esperar de un revolucionario: ‘fidelidad”, “lealtad”, “que no muerda la mano que le da de comer”, “no ser malagradecido” (sic). Es decir, atributos que lo mismo pueden atribuirse al hombre nuevo que al perro faldero. Este agradecimiento es también el que sentía el campesino por Stalin, y si este fue bueno para defender a Stalingrado, fue terrible al momento de construir una sociedad mejor. La misma gratitud sentía el habitante de Dresde por su Conductor hasta que al final de la “guerra total” se vio sin casa, sin trabajo y sin comida, vagando por las calles destruidas cual perro abandonado por un amo muerto y rogando por la reconstrucción capitalista proveniente de Washington.

La relación que existe entre las masas y su líder, no son únicamente relaciones ideológicas sino materiales; se trata de la materialidad mórbida de las masas que caracterizan nuestras sociedades tardías. Por ello, aunque Fidel, Mussolini, Hitler y Stalin sean sujetos de ideas muy distintas, mantienen una relación muy parecida con sus pueblos: amigo, protector, conductor, comandante, salvador, relaciones patológicas o afectivas y no estrictamente políticas. Así, todas estas calificaciones son modos de una misma lógica de liderazgo que en Venezuela habían llegado hasta Gómez. En este sentido, nada más que un necio puede creer que el pre-gomecismo es revolucionario o, cuando menos, progresista. De allí que, sin caer en la crítica a la figura del aún inclasificable gobernador de Lara, se hace evidente que su carta lleva un mensaje importante o que, en todo caso, un mensaje que no puede extraviarse en medio de la desgastada alharaca producida en las reacciones mecánicas de los corifeos de Miraflores.

Este mensaje es ciertamente algo difícil de ignorar, y mi amigo –modestia aparte– no tenía ninguna razón para agredirme que no fuese la pulsión fascistoide que se encuentra imbricada en toda desesperanza. ¿Qué plantea esta carta que pretende ser ocultada frente a la mirada cansada de un pueblo temeroso de su porvenir? Que ciertamente la democracia es una forma de lo político y no de lo histérico, de la producción social y no de la alucinación paranoide. Que ningún hombre es una ficha; que sólo dentro del cinismo es legítimo intercambiar a Juan por Pedro, a Samán por Ravell, que los prisioneros de guerra no tienen por que ser los presos de un deseo narcisista. Que el “liderazgo colectivo” es más democrático, socializante, justo y productivo que un liderazgo único, que además procura ubicarse más allá de toda sospecha y de toda crítica. Que sobre el folklorismo romántico, altamente reactivo, no se pueden construir las bases de una civilización superior. Que al final la rebelión social no puede entregarse en las manos de un Napoleón porque entonces vuelve un Luis XVIII y que las causas de los despotismos no se encuentran tanto en el déspota sino en aquellos que tienen almas de cautivos. Y aquí hay que insistir: son almas cautivas, porque la esclavitud moderna trabaja no por la fuerza del látigo sino por la reverberación espiritual de un fuerte vacío político y existencial donde la soberanía colectiva se hipoteca de gratis a un mando único. Que si hablar de socialismo tiene aún algún sentido, este debe significar, por lo menos, producción social de lo político y no aclamación personal de un supuesto salvador. Que en el socialismo todo hombre es necesario y útil, no para aplaudir a otro sino para encontrar en ese otro un horizonte de liberación, de producción, de poder, de proximidad ética y de necesidad histórica. En fin, es tan evidentemente cierto lo que dice Falcón en su carta que ojala su mensaje no se extravíe frente a los ojos que sólo desean no ver, por miedo a encontrarse con su propia ceguera.



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Erik Del Bufalo

Profesor de filosofía, textor, crítico sociocultural. "No me escuchen a mí, escuchen al logos."

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