Franz Fanon tenía razón, el “hombre nuevo” no vendrá invocando sólo la antigüedad de la injusticia. Ni en la pleitesía hacia el Borbón ni en la diplomacia de “caretas blancas”, se encuentra la esperanza de una civilización mejor.
El lastre de la historia es todavía este: la mente del colonizado ve la justicia y la dignidad en la inteligencia del colonizador; el oprimido reclama para sí el reconocimiento del explotador. Quiere estrechar su mano, quiere su abrazo, desea salir junto a él en una foto de portada mientras propone compartir un buen rato en una playa ibicenca. “Por favor, trátame a mí también de señor”, le pide el antiguo esclavo al amo eterno. De esta forma habla el círculo vicioso que permite al soberano mantener la sumisión de un manumiso espiritual.
En aquel sombrío arquetipo, la esclavitud adormecida despierta también cuando emerge un súbito anhelo de liberación. El sometimiento a la forma imperial crea una impronta en el esclavo que no deja huellas en la piel, pero tatúa el alma con los malditos blasones del conquistador. De este triste modo, el “hombre de color” está perdido de antemano cuando se topa con los modales y las maneras del “hombre blanco”, pues su palabra está forjada con el metal de la derrota, sus labios moldeados con el sello real.
Quienes vean en la visita del presidente bolivariano al espurio rey de la falsa España el acto de un “gran estadista”, la majestad de la alta diplomacia o la mera necesidad de la prusiana Realpolitik, ve la realidad del mundo como la copia, rendida, espera igualarse algún día a su modelo. Sí esto es así, todo está perdido ya.
Los huesos de Tamanaco no son la reliquia olvidada de un horrible pasado, son la cruz que cargamos a cuestas todos los latinoamericanos. Haberle dado la mano al “rey” en su propia casa, después de todo lo ocurrido, lo dicho y lo padecido, es equivalente a escupirle en la cara al Inca, a delatar al Caribe por cuatro monedas y de vender a las hijas del Guaraní a los nuevos mercaderes del futuro.
Para terminar en esto, mejor hubiera sido perder en Carabobo, haber claudicado en Ayacucho. No es con oportunismo ni pragmatismo que lograremos levantarnos contra la nueva dictadura mundial que se avecina, instaurada sobre la vieja conquista de un mundo “salvaje” y colonizado que no termina de asumir su potencia y su rumbo.
La tristeza de la visita al heredero de Franco, no debe hacernos olvidar la verdadera fuerza creadora de la emancipación: la asunción sin complejos de la propia existencia y de la más íntima dignidad, aquella que se reclama de sí misma e inventa un mundo donde ya no existe otro. Seamos por fin “el nuevo mundo” para todos los condenados de la tierra, para los del sur pero también para los del norte. La exhortación de Simón Rodríguez pende aún de nosotros como una maldición: o inventamos o erramos.
El precio ya lo pagamos hace tiempo, inevitablemente estamos condenados, el dolor y la muerte no son la promesa de un castigo; para nosotros es la condición más vital de nuestra existencia; el dolor es nuestro origen. Ya soportamos los mastines, el potro y el garrote vil; y no nos morimos. Ningún destino nos aguarda si creemos en las promesas de un orden mundial que anhela nuestra desaparición. Para las antiguas metrópolis nosotros somos seres desechables, no busquemos una amistad que nos quiere muertos. No hay nada que perder, el futuro está por ser ganado con tal que nos quitemos las blancas caretas que nos tallaron la cobardía y la humillación. Mientras tanto seguiremos estando condenados a una esclavitud perfecta, aquella que puede prescindir del amo pues se cree libertad mientras se empeña en su incierta sumisión.
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