“Mírense en ese espejo”, le increpó a los negros mientras el esclavo se encontraba aún atado al poste. De inmediato, el capataz hizo zumbar con toda su furia el látigo y el silencio terrorífico se partió en dos. El último fuetazo parecía un relámpago, hasta que desapareció internándose en la noche ensangrentada que era la espalda de aquel hombre.
Así comienza la historia de “un negro desconocido” que terminó muriendo en la guerra civil americana. Linchado, cuando trataba de huir al norte, por una banda de confederados macilentos y frustrados. Las mercancías no tienen padres, tienen dueños. Por ello nadie recuerda como se llamaba. Su nombre se ha perdido, pues los esclavos de antaño no tenían nombre, al menos que fuera el nombre que también tenían los perros y que sólo sirve para que sus amos los llamen a su antojo.
Los otros esclavos, ya liberados, le sobrevivieron. Cruzaron el desierto por siglo y medio. Pero un día descubrieron contentos, orgullosos y esperanzados que habían elegido un presidente de los suyos, Barak Obama, cuyos ancestros, sin embargo, se salvaron de ser traídos a las tierras americanas en un siniestro buque negrero.
En fin, no importa, era casi de los suyos. Era casi tan negro que podía pasar perfectamente por un “afro-descendiente”. Muchos blancos también votaron por él, porque -a diferencia de los nazis de orilla, de los cofrades del KKK, de los antipapistas y anabaptistas, de los conservadores que sólo quieren conservar su ignorancia, de los tejanos que piensan como Bush y el resto de la chusma de los hiperbóreos-, los blancos que votaron por Obama eran más inteligentes que los otros. O, al menos, éstos sabían algo que aquéllos no podían o no querían ver; la extraña verdad, la terrible evidencia, el nuevo invento, el maravilloso “estado del arte” de la oligarquía estadounidense: Obama, un gran hombre blanco de piel oscura. Por supuesto, él había logrado lo que tantos otros no se atrevieron a hacer, esa proeza que llenaba de tanto orgullo a Colin Powell y a su compañera de equipo, Condoleezza Rice. Proeza que según las propias palabras de la antigua Secretaria de Estado, consistía en haber conseguido superar sus “complejos de raza”, sus “complejos de inferioridad”, “in order to get along” o, dicho en castellano, de adaptarse sin mayores sobresaltos. Pero, ¿adaptarse a qué?
A la imagen reflejada en el espejo del capataz. Ese espejo construido por siglos con la carne estropeada de todos los sometidos.
Barak Obana no hace nada que no sea mirarse en el espejo. Sólo habla. Habla bien. Habla correctamente como lo hace un buen blanco, con la boca llena de cinismo y de derechos humanos. Y puede hacerlo así, porque el hombre blanco, que es todo hombre que se siente cómodo con la impronta de esta civilización dominante, es como el Dios de Santo Tomás de Aquino; es el hombre a través del cual todos los demás hombres son humanos, el hombre por el cual todos los demás reciben su humanidad. El hombre de la mayoría es el hombre capaz de producir unas minorías “a su imagen y semejanza”, análogas a sí mismo. El ser del “ser humano” es blanco, civilizado y occidental. Si su prójimo no se comporta como él, entonces es un “indio”, un “negro”, o cualquier otra cosa que matice su humanidad. No obstante, gracias a que el hombre blanco de ahora es un hombre políticamente correcto, entonces ya no se refiere a ellos como indios, negros, mahometanos o amarillos, ni siquiera como verdaderamente desearía llamarlos, Untermenschen, subhumanos. El hombre blanco de hoy en día los llama con el abstracto y espectacular nombre de “terroristas”. Un terrorista es todo aquel que lucha más allá de los derechos humanos porque no es del todo humano, es casi humano, casi occidental. Los niños de Irak o de Gaza son terroristas porque estorban en la construcción de la gran metáfora de ser blanco, no importa el color de la piel, que es la humanidad universal según la religión americana.
La mayoría nunca está formada solamente por hombres concretos. La mayoría es el espejo donde todas las minorías se miran, y mirándose exclaman: ¡Al fin lo hemos logrado! ¡Ya somos como ellos! ¡Ya no somos minorías, tenemos los mismos derechos! Porque para poder sobrevivir, el esclavo trata de servir lo mejor posible a su amo y las colonias siempre terminan trabajando para los imperios; se adaptan a ellos de la mejor manera posible, perfeccionando sus leyes, cultivando sus valores, poniéndose la misma ropa, comportándose ejemplarmente para emular al amo, para poder algún día guiar, y no sólo padecer, los imperios. El deseo de servir es más misterioso que el deseo de dominar. Y este deseo nunca se manifestará de otro modo que en la dudosa forma de llegar a ser blanco también, llegar a ser el señor, cuyo rostro es abstracto, mundial, eterno, en pocas palabras, teológico, ecce homo: “ese negro es hombre”.
¿Quién entonces va oponerse a que un individuo así reciba el premio Nobel de la Paz? ¿No era también el amado emperador Adriano un hombre de paz? Los premios de hoy en día son las murallas de antes. A veces, incluso, los premios son un látigo, pero siempre son una ortopedia, una pedagogía y una cirugía plástica. Muralla, látigo y premio sirven para proteger un orden.
Si Obama no se merece el Nobel, ciertamente sí se lo merecen sus creadores. El Nobel de Química quizá por haber creado un Frankenstein político tan fiel, dócil y presentable. Pero volvamos a la paz; la paz de la nada, la paz de los sepulcros, que es igual a predicar sobre el retorno de Zelaya sin que algo se haga al respecto, a conferenciar sobre la tortura sin que Guantánamo sea cerrado, a predicar sobre la democracia mientras mueren afganos e iraquíes, a parlamentar sobre la no proliferación de armas nucleares mientras se tiene la mitad de ellas. Y, lo mejor de todo, hablar sobre lo indiscutible del derecho legítimo de bombardear o de invadir Irán. Es evidente: la excusa de atacar a los iraníes vendría, como viniendo de Estocolmo, con la misma declaración que coronó, en primer lugar, su preciado premio: la no proliferación de armas nucleares. Si el presidente enaltecido de paz, llegase a invadir, bombardear o desaparecer del mapa a los antiguos persas estaría simplemente ejerciendo su papel humanitario de premio Nobel. ¿Qué más hermoso que un hombre, de piel oscura laureada, perpetrando un nuevo genocidio por la paz del hombre blanco desacreditado?
La inteligencia occidental ha descubierto, por fin, que el racismo nunca fue un problema de razas. Por ello Obama puede ser presidente. Se puede perfectamente amar a Obama, mientras se odia a Mugabe. El discurso de Obama es más civilizado que del Bush, más occidental, más blanco, menos lleno de incorrecciones, mucho más humano. El racismo es una cuestión de analogía, quien piensa como yo es de mi raza, la raza humana. Mugabe es un negro despiadado, cruel e inhumano, Obama es premio Nobel; el primero se comporta como un rey africano, como un salvaje, el segundo un heraldo de los supuestos valores universales del Hombre, del Hombre blanco, protestante y anglosajón, se entiende.
Pero el hombre libre no acepta ni los látigos ni los premios.
Barak Obama es blanco porque cuando se mira al espejo no ve el rostro de un esclavo ancestral, ve un deseo indecible. Ve la imagen idealizada de un negro que el capataz de la hacienda algodonera tanto hubiese adorado ver. Ese capataz que, ejemplarizando con su feroz azote, logró realizar su obra, logró llevar a la presidencia de la principal potencia geopónica y económica del mundo al gran hombre-espejo en el cual debemos mirarnos todos para seguir su ejemplo, para ser cada día más blancos y más amantes de la Pax Americana, y hasta -quién sabe- dignos de algún premio, aunque sea modesto. Barak Obama es blanco, no lo decimos nosotros, lo dice la gente que puede probarlo. No es fácil concebir un mejor certificado de blancura que cuando lo da un prestigioso comité de un país nórdico. O se acepta el premio de Obama o, de lo contrario, no habría más remedio que romper todos los espejos de esta civilización especular y atravesar de nuevo el camino doloroso pero real que lleve a un mundo mejor, donde ya no existen ni los negros ni los blancos, ni los vaqueros ni los indios, ni hombres civilizados ni animales terroristas, ni los que premian ni los que se dejan premiar.
Erik Del Bufalo
ekbufalo@gmail.com