Con el espaldarazo de Ingrid Betancourt, cuyo discurso marcadamente uribista resultó tan sorpresivo como la operación que la arrancó de las manos de las FARC, el presidente colombiano Álvaro Uribe tiene ya el camino despejado para reformar la Constitución de su país y hacerse reelegir para un nuevo período en 2010.
Aunque la espectacularidad del operativo de rescate deja abiertas muchas interrogantes que probablemente el tiempo irá contestando, el hecho concreto es que Uribe no sólo ha asestado un golpe de incalculables proporciones a la más antigua y numerosa guerrilla de su país, sino que obtuvo para sí y su política de guerra un manto de legitimidad nacional e internacional cuyas consecuencias también son, por ahora, incalculables.
Alfonso Cano, heredero de Manuel Marulanda en la comandancia de las FARC, debe estar arrepentido de no haber procedido con mayor rapidez a la liberación incondicional de los secuestrados civiles y prisioneros de guerra, en cuyo caso habrían ganado los puntos políticos que hoy, multiplicados, capitaliza Uribe. Claro, se dice fácil y puede que llevarlo a la práctica no lo sea tanto, como pudiera, eventualmente, desprenderse de la llamada “operación jaque”.
Por la versión de Ingrid y del gobierno colombiano, la guerrilla cayó en una trampa del Ejército, que disfrazó a sus efectivos como integrantes de una ONG internacional y los montó en unos helicópteros blancos. ¿Era, para la guerrilla, un paso previo a la liberación de los cautivos? ¿A dónde los estaban trasladando? ¿Quiénes eran, para ellos, esos personajes que luego resultaron ser militares colombianos?
También es posible que Cano, y otros menos políticos en el liderazgo de las FARC, se arrepientan, más bien, de la política de liberaciones unilterales iniciada a finales de 2007 y comienzos de 2008 con las gestiones del presidente Hugo Chávez y la senadora Piedad Córdoba.
Política que supuso múltiples contactos con el exterior y movimiento de personas (guerrilleros, correos, secuestrados y prisioneros), los cuales seguramente fueron objeto de minucioso monitoreo y seguimiento por parte de los militares y agencias de EEUU y Colombia, armados de las más modernas herramientas de la guerra cibernética.
Que Ingrid haya regresado más uribista de lo esperado pudiera explicarse, en parte, por la operación misma que acabó con su largo cautiverio. Seguramente hay razones más de fondo, como las cadenas y penurias que soportó durante años. Un drama que, en últimas, sólo conoce realmente quien lo vivió. Ningún otro ex rehén, de los liberados unilateralmente por las FARC, dijo tanto a favor de Uribe. Más bien, casi todos regresaron de la selva con una actitud crítica hacia el presidente colombiano.
En contraste también con la posición de su mamá, su esposo, hermana y otros familiares, y de los previamente liberados, Ingrid obvió agradecer los esfuerzos del presidente Chávez por su libertad y más bien le pidió, al igual que al presidente Correa, “respeto por la democracia colombiana”. Es muy probable que siga diciendo más.
Por lo pronto, Uribe es el chico de la película. La muy conveniente visita que le dispensó en la víspera del rescate el candidato republicano, John McCain, puede que hasta tenga alguna incidencia en la campaña electoral gringa. Si éste le gana a Obama, probablemente continúe archivado el oscuro prontuario que le ha sustanciado EEUU a Uribe Vélez por sus vínculos con el tráfico de drogas y el paramilitarismo, incesantemente descritos, por cierto, en un libro que ya está a la venta en Venezuela: Amando a Pablo, odiando a Escobar, de Virginia Vallejo, la ex amante del capo del Cartel de Medellín.
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