El presidente de la hermana república, una hermana que históricamente nos ha mordido la geografía, se bañó de gloria el día que informó al planeta, entre luces y flashes, sobre los incontestables resultados de un rescate perfecto de toda perfección.
Precisamente, fue esa perfección lo que, desde un principio, hizo sospechosa la operación de marras. En sus emocionantes películas de infiltración y rescates, Hollywood suele introducir intentos errados y fallas en la ejecución que los protagonistas resuelven en el desarrollo de la trama. A Uribe le parecieron innecesarias las simulaciones de la meca del cine. Su puesta en escena sería impoluta y, sus protagonistas, infalibles.
Los narradores de aquella epopeya vallenata, un general y el ministro de la Defensa, echaron el cuento con el tono grave y las necesarias pausas del suspenso, como mandan los manuales de la literatura oral, la experiencia de los fabuladores de caminos y el arte de los cuentacuentos.
Cien años de soledad, la obra maestra del Gabo, se resentía ante aquella historia “arrancada de la vida misma”, como decía el lema de un culebrón radial que nos espetaba Radio Rumbos en los tiempos de Corín Tellado, Marcial Lafuente Estefanía y, más cerca de nosotros, Adolfo López Ruíz, aquel guionista presentado como “el escritor que llega al corazón de las mujeres”. ¿Cómo le haría?
La señora Ingrid Betancourt, obligada protagonista de la Uribeculebra, primero alabó la impecable gesta militar que la arrancó de la guerrilla y de la selva profunda. Luego, cuando se dio cuenta de que más tarde o más temprano se develaría que todo se trató de una traición y una compra venta de rehenes, sin dejar de agradecer, se distanció discretamente del montaje para asumirse al lado de la realidad y la verdad. Esto es, lejos del ridículo. Menos heroica, pero más auténtica.
Probablemente nunca se sepa por qué Álvaro Uribe convirtió un éxito político –poco importa si por traición o compra venta de rehenes- en un dudoso montaje hollywoodense. La última entrega del culebrón ha resultado un bochorno internacional. Al tratar de explicarlo, al inmutable Uribe se le trababa la lengua. En mala hora, en el guión de su telenovela, metió a la Cruz Roja Internacional.
Esta puesta en escena, según la Convención de Ginebra, es tipificada como delito de perfidia y considerada un crimen de guerra. En nuestra opinión, no se trata de un error del guionista sino de algo “fríamente calculado”. El gobierno colombiano paga el precio político, pero saca del escenario al único actor que, defenestrados Hugo Chávez y Piedad Córdoba, podía seguir ofreciendo sus buenos oficios para una salida humanitaria a la guerra del vecino país.
Las FARC, obvio, no creerán en la inocencia de la Cruz Roja. Eso de que un oficial se puso nervioso y por ello se colocó las insignias de la organización humanitaria internacional, no se lo cree ni el mismo Uribe, echador del cuento. El presidente cachaco, así como violó la soberanía de Ecuador, ha puesto fuera del combate por la paz a la Cruz Roja.
¿Qué queda entonces?: pues, lo que Estados Unidos, la oligarquía colombiana y Uribe (en este orden) quieren que quede: la guerra, la muerte y toda esa violencia fratricida que estalló, hace más de medio siglo, con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. ¡Ay Colombia!
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