El racismo continúa siendo la aroma de toda una concepción ideológica de etnia que desprecia otras razas por inferiores. Pero, además, sigue siendo un elemento de la estrategia del fascismo. El capitalismo es tan bárbaro, tan salvaje, tan cruel, tan humillante, que las perversiones de sus ideas las materializa con el más abominable estilo del cinismo y del sadismo. De allí que el capitalismo haya llevado al deporte su expresión vulgar del racismo sin que le importe que el mundo entero lo perciba, como se dice, en vivo y en directo.
Si alguna actividad, aun en el capitalismo, merece estar desprovista de diferencias de raza, edad o credo, es precisamente el deporte olímpico, porque a través de él atletas y pueblos se acercan no para competir por la supremacía de una clase, de una raza, de un sexo, de una nación, sino para hacer brillar la luz de la amistad, de la alegría, de la solidaridad. Es cierto, que nunca habrá un sistema de vida social –por muy perfecto que sea en el reino de la libertad y la hermandad- en que no existan perdedores y ganadores en el deporte. Sin embargo, si en alguna actividad social toda derrota es una victoria progresiva para los afectados es, precisamente, en el deporte, por el cúmulo de enseñanzas que se adquieren compitiendo los menos experimentados o entrenados con los más experimentados o entrenados. El socialismo jamás verá el deporte como competencia entre débiles contra fuertes o inferiores contra superiores, sino entre atletas que intentarán -todos y todas- hacer brillar la multiplicidad de la efectividad en sus especialidades deportivas.
Una olimpíada, simbolizada con los cinco aros o anillos –continentes- brillantes entrelazados como si fueran hermanos y una canción “tú y yo” llamando a la hermandad de los pueblos, debería de ser como un juego entre dioses y diosas que hacen valer una luz sin fin que brille y luzca no sólo para los deportistas, sino también para las multitudes de la humanidad que disfrutan de los múltiples espectáculos donde las fuerzas físicas y mentales de los protagonistas del deporte hacen gala del equilibrio humano de las mismas. Esa debe ser la razón esencial para el evento deportivo más importante que se realiza en el planeta y que mide las capacidades de su desarrollo en las diversas regiones que le integran. No es una razón política ni ideológica para determinar cuál nación merece, de acuerdo a la supremacía de la ley del desarrollo desigual, la supremacía del dominio económico en el mundo. Lamentablemente, el fascismo sigue siendo un duende poniendo en peligro los sueños de la libertad y la hermandad entre los pueblos. El COI, como la FIFA, siguen siendo los dos monopolios económicos que deciden las leyes del mercado deportivo en toda la faz de la Tierra. Hay mentalidad imperialista y fascista en esas instituciones.
Mientras perdure el capitalismo siendo amo y señor del planeta, toda Olimpiada llevará por dentro el germen de aquellos juegos olímpicos que una tarde calurosa del 1 de agosto de 1936, ante ciento diez mil espectadores, fueron inaugurados por el representante del nazismo alemán (Adolfo Hitler) en el estadio de Grünewald en Berlín. Diez mil voces de un coro entonaron el aleluya de Haendel. Así se inició la XI Olimpiada de la llamada época Moderna. El racismo alemán se había prometido demostrar su superioridad de raza, en competencias deportivas, sobre el resto del mundo.
El azar no pocas veces le hace una mala jugada inicial a las buenas causas. El 2 de agosto un policía nazista ario y deportista (Hans Woelke) dio la primera medalla de oro de las olimpiadas a Alemania al lanzar la bala a la distancia de 16,20 metros. La multitud que plenó el estadio desató un alud de aplausos frenéticos de fanáticos racistas bajo el ardor ensordecedor de un solo grito: “¡Heil! Hitler”. Poco tiempo después, simbolizando las ideas del nazismo, circulaba y se rodaba una película (Olimpia) donde el imperialismo alemán presentaba la imagen de su ario Woelke como la expresión del modernismo, de la higiene, de la perfección del ser humano, de la belleza y de la invencibilidad de su raza. El racismo nazi, alegando principios éticos y morales, apego a la justicia y la realización plena del hombre ario, también se metió para pisotear y vulnerar juegos deportivos, tratando de demostrarle al mundo que en el simbolismo de la política las ideas del nazismo valen tanto o más que los cañones y los misiles de la guerra.
A China, muy lamentablemente, ha llegado parte de las garras del racismo a enturbiar los juegos olímpicos. Como en Alemania de 1936, tan pronto se le dio inicio al majestuoso evento deportivo, el racismo alemán mostró parte de su colmillo. El alemán que arbitró el juego de fútbol entre Argentina y Costa de Marfil puso esa nota discordante, racista, en el deporte inclinándose a favor de los blancos y en contra de los negros de manera descarada. Un penalti inobjetable y que el mundo entero lo vio con sus ojos de la percepción, a favor de Costa de Marfil, el árbitro alemán, con descaro vulgar, lo negó para que los negritos no se fueran adelante en el marcador contra los blanquitos. Ojalá que la grandiosa inauguración en el estadio “nido de aves” o lo que es lo mismo “vuelo libre”, donde brilló el ingenio chino por la belleza y la espectacularidad que recuerda su larga historia, haga que la mente de quienes pretendan enturbiar los juegos olímpicos con sus expresiones de racismo o de otra naturaleza, calle y dejen que la amistad y la alta calidad deportiva sean los estandartes de la competitividad.
Confieso que yo quería que ganase Costa de Marfil y no por cuestión de raza, de ideología, de política ni de continente. No, simplemente, que en los eventos internacionales o mundiales –mejor dicho- de fútbol mi equipo preferido es Brasil y, después de éste –sólo después de éste- me inclino por Camerún, Nigeria o Costa de Marfil. ¡Ah!, por supuesto, que si Venezuela llegase a intervenir en un evento de esa naturaleza y sin nacionalismo de ningún género, me gustaría que la final fuera entre ella y Brasil. Sin embargo, también lo confieso, que siento una profunda admiración por Messi –no sólo por su alta calidad futbolística sino también por su sencillez-, jugador de primera línea en el conjunto argentino, y ligo que haga goles. Eso quiere decir que sentí satisfacción y disfruté de los dos goles que hizo frente a Costa de Marfil, aunque mucho lamenté que por esta nación no jugase Brodga, uno de los mejores jugadores que tiene el fútbol a nivel mundial. Si se tratase de Basket siempre, si jugaba Jordan en algún evento internacional, iba a Estados Unidos. Y por nación, en los juegos olímpicos y sin chovinismo, voy a Cuba. Y, en relación con clubes de fútbol a nivel del mundo y aquí está lo aparentemente paradójico, mi preferido es el Real Madrid, aunque los camaradas españoles digan que ese es el equipo de la alta burguesía y no del proletariado.
Conclusión: es imprescindible, es de urgencia, es de vital importancia, que los árbitros con rasgos de racismo no tengan ninguna participación en eventos deportivos, para que no enloden esta hermosa actividad social con cuestiones de color de la piel. ¿Qué tal si también las organizaciones que dirigen el deporte a nivel internacional contratan médicos racistas para que sean los que determinen o no un dopaje en los atletas o deportistas? ¿Cuántos negritos pasarían la prueba que decide el odio de raza?
Por el bien del deporte en el mundo entero, ya es hora que los pueblos se decidan a derrotar al capitalismo para que triunfe el socialismo. Sólo así el deporte, como todos los demás órdenes de la vida social, cobrarán la dimensión humana y solidaria que se merecen. Desaparecerá, para siempre como mancha de estamento en el deporte, el profesionalismo para que todo sea amateur. En los juegos olímpicos de China estuvo presente el hombre más odiado y repudiado del planeta, George Bush, y no hubo un alma que lo pitara o le ofendiera. Así debe ser una Olimpiada. Hasta ahora, el arbitraje ha sido descaradamente a favor del anfitrión. No debe culparse a China por ello, pero mientras los árbitros se rijan por las reglas del mercado capitalista, como mercancías, habrá parcialidad, habrá preferencia, habrá arbitraje estropeando la calidad del deporte.
¿Qué tal si Jesucristo volviese a resucitar y haciéndose deportista compitiera en una prueba de levantamiento de pesas, luego de haber tenido una gran experiencia en haber cargado esa pesada cruz por una colina sin descanso que le hizo desarrollar músculos y una enorme capacidad de fuerza, y el árbitro fuese Poncio Pilatos?
Esta nota ha sido leída aproximadamente 5524 veces.