1 Si el viajero es imagen del viaje, el camino es reflejo del viajero. Cuando el chamán vaga por otros mundos, se traslada dentro de su propio cuerpo. Alicia cae al País de las Maravillas por un túnel húmedo para flotar en un mar de líquido amniótico o lacrimal. Igualmente los espeleólogos del Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne son tragados por la boca del volcán Scartaris, flotan por mares internos que pueden ser de líquidos digestivos o de sangre, y son expulsados por otro cráter en erupción. Toda una narrativa preludia o remeda esta travesía endoscópica, como el Voyage de Nicolas Klimius; Dans le mon de subterrain, de Louis de Holberg (1788); la serie sobre Pellucidar de Edgar Rice Burroughs (1922), o los itinerarios de Emilio Salgari por el río sumergido que conecta Kentucky con el lago Titicaca en Duemila leghe sotto l´ America (1888); por el canal subterráneo que atraviesa Italia desde el mar de Liguria al Adriático en I naveganti delle Meloria (1903); o por El laberinto infernal (1904), donde Sandokan vaga durante toda una novela por un dédalo enterrado.
También se peregrina por la mente en los infiernos matemáticos del interior de una computadora o un cerebro en los filmes animados Tron y Reboots.
2 El viajero imaginario se plantea el mismo problema que el real: El de si todos los sitios son iguales o diferentes, y el mundo o el ser humano por tanto son absolutos o relativos. Montesquieu en Las cartas persas revela que nada es más parisino que la corte del Gran Sultán en Turquía o viceversa. Voltaire en sus Car tas Inglesas predica la abominación de trasladar Londres a París, aunque en Mi cromegas nos advierte que debemos ser tan humildes y considerarnos tan ignorantes como los gigantes con cien sentidos que viajan en los cometas. Pero un periplo puede revelarnos los riesgos de lo cotidiano.
Todos los parajes del Gargantúa y Panta gruel, incluso la utopía libertaria de la Abadía de Telesma, son demostraciones de los asertos de Rabelais; el planeta Solaris de Stanislas Lem, al igual que nuestra mente, corporeiza recuerdos e ideas hasta hacernos dudar de la realidad material. No en balde está punteada de cíclopes la ruta de Ulises, de aves roc la de Simbad, de aviesos enanos y benévolos gigantes la de Jonathan Swift. El viaje fracasado, vale decir, aquel del cual se regresa, tiene el efecto perverso de hacernos ver lo cotidiano como incomprensible.
3 Las utopías son antípodas de la organización social presente, y por tanto requieren una travesía para visitarlas.
En las romerías interplanetarias nos encontramos sin mayor sorpresa a nosotros mismos. Cyrano de Bergerac nos traslada a un sol en el cual viajan las ciudades y no sus habitantes. H.G. Wells nos lleva a la Luna para pasearnos por un hormiguero de seres llegados al último extremo de la especialización, que como burócratas cumplen cada uno con una función y sólo con ella.
Sus marcianos han llegado al pináculo de la evolución, y su enorme cabeza pensante ha reducido el cuerpo a una decena de tentáculos que fungen de manos y a un pico con el cual succionan el alimento digerido por sus víctimas. El viajero en el tiempo se adentra en un futuro que parece de infantil decadencia y es al fin de explotación devoradora, para luego seguir hasta el umbral de la muerte del Sol, o de la propia. Se nos predica que el viaje en el tiempo es una paradoja imposible, cuando la única paradoja es el tiempo, la mutación, vale decir, el viaje.
4 También nos encontramos con uniforme predecibilidad a nosotros mismos en los viajes fantásticos. Como a Ulises, nos atraen cantos de sirenas y nos animalizan hechiceras. Los científicos de la isla volante de Laputa, que inventan lenguajes que consisten en mostrar los objetos, son los distraídos académicos que pululan en nuestras universidades. Robinson no saca mayor utilidad de su exilio que confirmarse colonialista y esclavista. El peor monstruo que encuentra el capitán Nemo tras veinte mil millas de viaje submarino es la flota imperialista que destruyó su país. El mundo geométrico en dos dimensiones de Flatland, de Abbot, es un teorema sobre las clases sociales y la revolución, definida como revuelta de los polígonos de pocos lados contra las circunferencias. Tlon, Uqbar, Orbis Tertius es doctrinaria ejemplificación del idealismo de Borges. Los alucinantes cosmos del Hacedor de estrellas de Olaf Stapledon son nuestros triviales errores magnificados a talla inconmensurable.
5 Así como hay individuos fundados sobre un viaje, hay países constituidos por la relación de un Éxodo. El Descu brimiento de América, que resulta de la fantasía de Marco Polo, y su Conquista, que se alimenta del delirio de El Dorado, paradójicamente sujetan la literatura de viajes al trivial pragmatismo de instructivos para el apoderamiento del mundo que cursan los cronistas de Indias, Defoe, Swift, Stevenson, Kipling. Casi no hay obra maestra estadounidense que no narre una trashumancia. El demonio Kurtz se extingue en El corazón de las tinieblas sin haber podido iluminarlas ni iluminarse; el capitán Spender, de Crónicas marcianas, vuela al planeta rojo y muere transmutado en marciano. Quien viaja para convertir al otro, termina convertido en él.
6 La modernidad inaugura otro avatar del viaje. No es ya el peregrino quien va a ser asombrado por la vastedad del mundo. Es el mundo el que debe quedar atónito ante la inagotable exhibición de los utensilios mediante los cuales el civilizado afirma su irresistible ascensión al dominio del planeta. Encerrado en el submarino Nautilus, en el aeroplano Albatros, en el proyectil lunar disparado por el Columbia, pasando de vehículo en vehículo para completar la vuelta al mundo en ochenta días, el viajero registra un mundo sometido a la avasalladora conquista del progreso, construir la máquina es hacer el viaje, cuya finalidad absurda es anular la diferencia entre el punto de partida y la meta.
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