"Sancho, con la iglesia hemos topado".
Don Quijote tuvo un entuerto, en un polvoriento camino de La Mancha, con unos religiosos harapientos y, como él mismo, muertos de hambre. Y a Sancho, su noble escudero, dijo aquello, imaginando el incidente minúsculo, entre gente balurda y orillera, como un asunto de verdadera envergadura, una cuestión de Estado.
Y es que el Quijote, el personaje y la descomunal obra literaria cervantina, enseña y sugiere tantas cosas que, a uno se le ocurre, que de allí viene aquello que unos sueñen con ser cabeza de ratón y muchos se conforman con estar en la cola del león. Por eso abundan quienes se inventan su propia revolución; sueñan con meter en cintura a "la clase dominante", que en ellos reencarne uno con liderazgo popular y los muros se cubran de sangre y los chichones encapsulen las ideas.
Otros suelen concebirse por encima de las circunstancias y privilegiar lo pequeño que no alcanza para obturar el ojo de una aguja. Porque hay también quienes en lugar de las visiones del Quijote, con las suyas aderezadas del ordinario cálculo, ajeno al caballero manchego, suelen ser aprehensiones interesadas de la realidad y por eso, en las actuales circunstancias, pese a lo acontecido el 2D, cuando el cabalístico número 69 nos volteó la tortilla y dejó claro muchos asuntos, piensan que podemos y debemos meter en el saco de la propuesta de enmienda, algunas otras cosillas, para materializar sueños, complacer peticiones o caprichos que bien pueden ser simples escaleras para saltar la talanquera o jugar a favor del enemigo como simples esquiroles.
Pero aquel viejo líder – debemos ser justos- en verdad fue un Quijote- soñó que, "alejado del mundanal ruido", del trafico caraqueño, podía hacer su propia revolución, donde fuese el Lenin, "cabeza de ratón", que pediría "todo el poder para los soviets". Y un buen día, en una librería de acera, encontró aquel reportaje titulado "Los diez días que estremecieron al mundo", del periodista norteamericano Jhon Reed, el mismo que apodaron el "Rojo".
Lo leyó de un tirón y luego al salteo. Subrayó aquellas partes que le parecieron una sublimación del proceso nacional de su tiempo y su pueblerino espacio.
Desempleo galopante, perdida del poder adquisitivo de la moneda, resquebrajada la influencia de quienes antes controlaban el aparato económico, una multitud de soldados provenientes del frente de guerra deambulando por las ciudades y otras tantas de aquellas condiciones llamadas "objetivas" que, en cifrado lenguaje revolucionario, aparecían impresas en el "bíblico" librito de Jhon Reed.
No gritó ¡eureka!, como Arquímedes; si dijo, "¡coño!, pero si aquí están dadas las condiciones objetivas para hacer la revolución y que todo sea diferente". Y luego, más calmado, dijo, hablando consigo mismo, "evaluemos las condiciones subjetivas".
El aparato militar disponible para lanzarse a la toma del cielo, lo componían dos o tres arriesgados compañeros, de esos dispuestos a todo, pero sin entrenamiento ni armamento algunos. Y pese a eso, el viejo revolucionario vio en ellos las condiciones subjetivas necesarias para la gran aventura. En aquel afiebrado proyecto él se jugaría la vida y enfrentaría a gigantes de pisada fuerte, no aspas de molino.
La historia es poco creíble y hasta surrealista, por eso cada quien puede darle la interpretación que le parezca. Y estando como estamos en días navideños, propicios para soñar y hasta esperar que cosas sucedan, quienes creen que todo es cuestión de voluntarismo y sólo deseo de hacer los asuntos a nuestro saber y entender, pueden con toda libertad y sin poner en riesgo a nadie, soñar el porvenir inmediato que les guste. Hasta tomar el libro que más les agrade y transcribírselo a la realidad, a la espera que ésta lo engulla, digiera y luego les obedezca. ¡Quien quita!
Hay pues para todos los gustos. Nadie tiene porque quejarse. Sólo hay que recordar al harakiri, como un acto individual que no tiene porque envolver a otros.
Mientras tanto, Francisco Quijano, "Don Quijote", a pie, en posición de firme, adarga en la mano derecha, en la izquierda un libro abierto y embutido en rígida armadura, observa de cerca.