Desde que las revoluciones existen, se las aniquila con igual receta: agresión y bloqueo para forzarlas a gastar todo su excedente económico en defensa externa, y a adoptar prácticas autoritarias de defensa interna.
Occidente capitalista no barrió de inmediato la Revolución Soviética porque quedó exhausto tras la Primera Guerra Mundial. Tampoco aplastó a China comunista tras agotar todos sus recursos en la Segunda, que empató en la bipolaridad.
Contra la bipolaridad Estados Unidos desató la Guerra Fría, que no pudo ser peleada en los campos de batalla porque las potencias tenían armas capaces de aniquilar miles de veces toda vida en la tierra.
La Guerra Fría se libró dilapidando la mayor parte del trabajo de la humanidad en la fabricación de armas que nunca habrían de ser usadas, salvo en conflictos de desgaste de menor magnitud.
Para 1989 la Unión Soviética colapsó exhausta y el mundo cayó en la unipolaridad, pero Estados Unidos continuó su carrera armamentista, pues quien crea un complejo militar industrial que devora 60% del gasto bélico mundial se convierte en su prisionero.
Al quedar sin respaldo el dólar desde 1971; al ser derrotado el aparato productivo estadounidense por la Unión Europea, Japón, China y los Tigres del Asia, el único instrumento decisivo de hegemonía que le restó al Imperio fue sostener su signo monetario mediante la amenaza militar.
Esta maquinaria del Apocalipsis incapaz de sofocar movimientos de liberación nacional resultó en efecto un arma mortífera, pero para el propio Estados Unidos, que en 2009 no podrá pagar su deuda pública y triplicará su déficit fiscal.
El imperialismo, máquina predadora sin otro propósito que devorar cada vez más presas, se constituyó en modelo de un sistema ecológico, social, financiero, económico y cultural que no reconoce otro límite que su propia destrucción.
En lo ecológico, la amenaza militar posibilitó saquear todos los recursos de la tierra hasta llevarla al borde del agotamiento de los hidrocarburos, del agua potable, del ozono, de la tierra cultivable, de la biodiversidad.
En lo social, el modelo predatorio instauró la esclavitud de las maquilas para imponer la remuneración mínima, arrebató a los trabajadores los derechos obtenidos durante siglos y precarizó la relación laboral hasta empujar a las masas a la exclusión, la marginalidad, la rebelión.
En lo económico, fundó sus finanzas en el dinero inorgánico; sustituyó la agricultura de alimentos por la de biocombustibles; estimuló el consumismo hasta divorciar la producción de las necesidades reales; suplantó la producción real con burbujas especulativas que superaron 70 u 80 veces el valor de aquélla, hasta reventar y arrastrar también al abismo las empresas creadoras de bienes reales.
En lo intelectual, redujo los valores cognitivos, éticos, estéticos, históricos y culturales al denominador común del mercado, sustituyendo ideología por entretenimiento y creación por banalidad.
Por tales vías los países del G-7, que generan 55% del Producto Bruto Mundial, llegan a su único destino posible: la recesión terminal. Sus bolsas de valores ficticios se desploman, sus trasnacionales especulativas agonizan implorando la intervención del Estado; sus autoridades las auxilian creando impuestos, deuda pública o dinero inorgánico que acabarán de hundir el sistema; sus ejércitos son derrotados; sus sistemas legales consagran la tortura, los campos de concentración clandestinos y la prisión indefinida sin acusación; sus fábricas automotrices cierran; sus imperios mediáticos quiebran; decenas de miles de desalojados y decenas de millones de desempleados se agolpan en las calles; fuerzas militares patrullan las ciudades.
La crisis aplasta clases y naciones dominadas. Los trabajadores enfrentan un brutal aumento del desempleo, un drástico retiro de derechos sociales, draconianas rebajas en su salario real, incrementos en las horas de trabajo y empeoramiento de las condiciones laborales.
Los estratos medios, esa confusa agregación de trabajadores especializados y pequeños empresarios, padecen la proletarización y la ruina por la competencia de los monopolios, la caída del consumo y la pérdida de sus ahorros y puestos de trabajo.
La crisis embiste las periferias. Los países en desarrollo acusan envilecimientos del precio de sus materias primas y productos semielaborados de exportación, encarecimiento de sus importaciones de insumos productivos y tecnología. En El Cairo, Dakar, Kuala Lumpur, Manila, Mogadiscio, Puerto Príncipe, revientan motines contra el hambre causada por los latifundios monoexportadores, la especulación, el cultivo de biocombustibles.
Los países con altas tasas de emigración ven cada vez más rechazados y deportados a sus emigrantes, y resienten la merma de las remesas que éstos envían.
Tantos desastres no suceden por casualidad: son resultado lógico e inevitable de un sistema desastroso cuyo supremo principio es la codicia y cuya única regla es el aplastamiento de la mayoría de los explotados por una cada vez más pequeña minoría explotadora.
El capitalismo está contra el suelo: al igual que el Viejo Régimen francés en 1789, que el zarismo en 1917, que el Kuomintang chino en 1948, parece sólo implorar el golpe de gracia que lo saque de su sufrimiento.
Si el capitalismo supera las crisis con la guerra, los pueblos superan las guerras con la Revolución.
China, Rusia, los demás países asiáticos, América Latina y el Caribe, África, los pueblos musulmanes, los trabajadores del mundo no tienen por qué ser aplastados por el colapso de un sistema en su fase terminal.
No es momento de acomodos, arreglos ni contubernios con el capitalismo, que siempre devora a sus socios.
Dejad que los capitalistas se entierren con el capitalismo: la humanidad no debe sepultarse con él.
Es hora de vivir: estamos en el umbral de la mayor ofensiva revolucionaria que haya protagonizado la Humanidad.
luisbritto@cantv.net