Las minorías políticas y económicas que, desde la instauración de la República en 1830, rigieron a Venezuela siempre se quejaron de la incomprensión y de las rebeldías del pueblo que sojuzgaran en nombre de la libertad, la justicia y la democracia, sin buscar realmente las causas de este comportamiento “injustificado”. Siempre de espaldas al clamor popular, se regodeaban de ser una elite ilustrada y predestinada, la única capaz de conducir al país al progreso e igualación con las demás naciones del mundo, especialmente de Estados Unidos, cuyo sistema les servía de parangón portentoso, por lo cual cualquier ideología “extraña” al carácter latinoamericano, como el comunismo, tendría que ser combatido y erradicado a sangre y fuego, sin importar las consecuencias. Esto último hizo de tales “elites” vasallos incondicionales del imperialismo gringo, desde el momento mismo que éste les disputara a las potencias europeas el control de Nuestra América. Por ello mismo, hay un denominador común presente en todas estas naciones, con iguales resultados de dependencia política y subdesarrollo económicos, así como en las luchas comunes que libran nuestros pueblos por alcanzar una verdadera emancipación, completa y ajustada a sus aspiraciones seculares.
Durante todo el período hegemónico de estas minorías, los sectores populares se mantuvieron en un estado de indefensión y de injusticias, cuya salida era la rebelión abierta, espontánea y desesperada que podrían adoptar, como la ocurrida el 27 y 28 de febrero de 1989 en Venezuela, al igual que en otros países de nuestro continente, por la aplicación de medidas económicas neoliberales, impuesta por el Fondo Monetario Internacional (FMI), pero que eran reprimidos sin ninguna contemplación por las policías y los ejércitos, aun cuando la mayoría de ellos constituían (y constituyen) parte del pueblo al cual someten y exterminan, respondiendo así a una doctrina de seguridad nacional delineada por Estados Unidos. Por eso, cuando en la actualidad estos mismos pueblos sometidos y escarnecidos, sin mucha instrucción, pero con un alto concepto de la libertad, la soberanía, la justicia y la democracia, alzan sus banderas y conquistan espacios políticos de importancia (incluyendo gobiernos), inmediatamente se les trata de reducir mediante la mentira mediática, las amenazas y los asesinatos, descalificando su accionar y sus expectativas. De ahí que todas estas “elites” se ubiquen en contra de la historia, en un proceso alienador sistematizado que buscó dejar sin memoria histórica a los pueblos que dominaron, de manera que el dominio fuera total; por lo mismo, aceptan como aceptable y recomendable la subordinación al imperialismo yanqui, a fin de disfrutar de algunas de sus migajas en la explotación de nuestros recursos naturales y trabajadores, por lo que no les importa segregar algunas de nuestras naciones (como se pretende en Bolivia), si con ello logran sus propósitos oligárquicos.
En el presente, esa corriente liberadora que recorre toda nuestra América, amenazando no solo los intereses de las oligarquías, sino de la hegemonía estadounidense, se hermana en los ideales de integración y autodeterminación de los pueblos que ya proclamaran en su tiempo Simón Bolívar y José Martí, sin obviar lo hecho por otros próceres latinoamericanos. Dicha realidad debe ser comprendida en toda su dimensión por nuestros pueblos y por quienes desean hacer la revolución junto con ellos, de manera que se comprenda la integridad y complementariedad de la misma, sin el chovinismo inculcado por las minorías antinacionales, como herencia nociva de la división político-territorial impuesta por el colonialismo hispano.